Henri Michaux, el poeta que exploraba los abismos
Le huía a las fotos y evitaba las entrevistas. Por las pocas imágenes que circulan de él sabemos que era de buen porte, calvo, de cejas hirsutas. Pero ¿quién era Henri Michaux, más allá de la superficie de su fisonomía?
La impresión de alguien que lo conoció temprano, durante su juventud viajera, es reveladora: "En 1935 conocí en Buenos Aires a Henri Michaux –cuenta Borges en el prólogo a Un bárbaro en Asia, obra del belga que incluyó en la colección Biblioteca Personal–. Lo recuerdo como un hombre sereno y sonriente, muy lúcido, de buena y no efusiva conversación y fácilmente irónico. No profesaba ninguna de las supersticiones de aquella época. Descreía de París, de los conventículos literarios, del culto, entonces de rigor, de Pablo Picasso".
Poco después de aquel encuentro, Borges tradujo el libro para Sur, "no como un deber sino como un juego". Michaux, por su parte, no le perdió el rastro: la última vez que se lo vio en público fue en una conferencia que el argentino dio en el Collège de France, a comienzos de 1983.
Pero ¿quién era Michaux, ese escritor –dicho sea de paso– tan distinto de Borges? Para Michel Butor, era un herético, "alguien que se encuentra entre naciones, entre géneros, entre disciplinas. Era francés y belga, pintor y poeta, observador y observado, sabio y enfermo, y al mismo tiempo se las arreglaba para pasar de un lado al otro abriendo puertas".
Llamémoslo explorador de abismos. Su sensibilidad es más contemporánea que mucho de lo que se hace hoy: todo lo que escribió y pintó Michaux orbita alrededor del yo (el cuerpo, las profundidades de la psique, el movimiento de los viajes), pero la mundanidad de esa primera persona resulta milagrosamente omitida. Pensaba que solo existe el "panorama alrededor de la cabeza" y el "panorama dentro de la cabeza". De esa admisión –que parte con escepticismo a la busca de un gran secreto– surge todo la posibilidad de su arte, al que no le interesan los abusos de la belleza sino el roce con lo genuino.
De Michaux sabemos que nació en Bruselas en 1899 y murió en París en 1984; que en su adolescencia pensó tomar los hábitos, pero que, descartada la idea, se trepó como marinero a un barco que lo hizo llegar por primera vez a Brasil y Buenos Aires; que, ya de retorno, descubrió Los cantos de Maldoror y empezó a publicar en una revista belga de vanguardia, Le Disque Vert. De esos textos del comienzo, el poeta Bernard Noël recuerda en el prólogo a Los que fui (libro inaugural de Michaux que se publica por primera vez en castellano, traducido por Ariel Dilon) que nadie había hecho razonamientos como el siguiente: "La pierna es inteligente. Toda cosa lo es, pero ella no reflexiona como un hombre. reflexiona como una pierna". La conclusión del silogismo es simple: "La lógica de una porción de hombre es absurda para el hombre total".
Había algo de patafísica y de protosurrealismo en esas primeras piezas –y quizá por eso su autor más tarde renegaría de ellas–, pero fueron su vía de acceso a los círculos de la época. Conoció a Jules Supervielle y el trato con el poeta franco-uruguayo lo traería más de una vez al Plata. Más tarde, llegaría a Ecuador. Se había activado el curioso virus de los viajes: acto seguido, el hartazgo de Europa lo empujó a una larga ronda por la India, China, Japón, Ceilán y Malasia.
De esos periplos saldrían Ecuador (1929) y Un bárbaro en Asia (1933). Como escritor de viajes, Michaux será incluso más radical que Michel Leiris, que más o menos por la misma época refundaría con El África fantasmal la literatura etnográfica. Nada de exotismo. Frases secas, distantes, con poesía y algún giro de humor, sirven para descubrir el opio de la altitud en Ecuador o las costumbres de los pueblos de Oriente. El "bárbaro" en esos viajes, el extraño, es el europeo.
De vuelta a Europa se trasladó con la fuerza de su imaginación nómade. El viaje a la gran garabaña; En el país de la magia; Aquí, Podemma son narraciones poéticas sobre pueblos de ficción. Michaux exploraba el ser de manera crítica, pero su abordaje era empírico, sin referencias librescas. El mundo exterior tenía su contrapartida en los paisajes interiores, como revelan algunos títulos: El espacio de adentro, La vida en los pliegues .
De su cercanía con el surrealismo, le quedaría el interés por lo onírico, pero también la gracia del absurdo, que despliega en Un tal Pluma, de 1931 (el Cortázar de los cronopios y famas y de Un tal Lucas se le parece un poco demasiado, solo que tarde). Su poesía, cuando la escribe en verso, quedará marcada para siempre por la respiración de un ritmo amartillado que aborda estados de ánimo, incluido el rencor, sin confesiones personales.
La creatividad vanguardista de Michaux seguía reclamando espacio, sin embargo. A finales de los años treinta, había aparecido en el horizonte una segunda actividad: el dibujo y la pintura. Trabajó mucho con tinta, inventó alfabetos, jeroglíficos, y también produjo algunas obras bajo el influjo de drogas, otro terreno en el que experimentó de manera novedosa.
Los vínculos de Michaux, a partir de 1956, con los alucinógenos, tanto más creativos que los de Aldous Huxley, no tenían nada de bohemio. Eran investigaciones puras y duras, ensayadas en el propio cuerpo y mente, para traer a la superficie lo oscuro de ese "lejano interior" que nos compone. En Las grandes pruebas del espíritu, uno de los libros que dedicó al asunto, narra cómo con la ayuda de la mescalina, la droga de la que más se valió, detecta el exacto momento en que se forman las palabras.
¿Quién era entonces Michaux? Uno y muchos. Con toda la obra por delante ante nuestros ojos, uno de los detalles formidables de Los que fui es la certeza con que se expresa de manera zumbona ese presentimiento. "Estoy habitado; les hablo a los que-fui y los que-fui me hablan", se lee. También el estilo se adelanta. Hay algo de Pluma y desconcertantes ciudades movedizas. Los poemas son contundentes, alguno con palabras portemanteaux o inventadas ("El gran combate"). La edición de Paradiso incluye además Los sueños y la pierna y Fábula de los orígenes, dos plaquettes tempranas que, de manera injusta, el poeta prefería olvidar.
En 1941, André Gide escribió un libro sin eufemismos: Descubramos a Henri Michaux. La elocuencia de aquel título invita a redescubrirlo hoy con una sospecha adicional: que vale por lo menos tanto como Artaud o Georges Bataille.
"Evasión", un fragmento de Los que fui
Por Henri Michaux
Sabe usted que irradiamos, que nos lanzamos fuera de nosotros en todas direcciones, o solamente en línea recta; y lejos de esos fémures inmóviles y de la propia e inmóvil caja torácica y del propio dormitorio inmóvil, hacemos viajes de los más extensos. Es el alma la que se va, sola, rápidamente.
Hay traslados de cien kilómetros y más. Aquellos que viven en las colonias, puede ocurrir que se obstinen en lanzarse al otro lado del Atlántico y más allá del desierto, por una mujer y parientes que tienen en París. Su cocinero los ve adelgazar. Eso puede durar dos años, a veces cinco, si el hombre es robusto. Los médicos lo llaman nostalgia.
Recomiendan un cambio, pero muy pronto el hombre muere. De manera similar, el pescador bretón que, con los brazos abiertos, se ahoga en alta mar, hace un último y gran esfuerzo por alcanzar a los que ama, y aunque cerca de Islandia, 67° de latitud Norte… 22° de longitud… se orienta rápidamente. Ya vuelve a ver Ploumanac’h y su casa, se pone a acariciar a su mujer y a su madre, que de repente se atemorizan y desde entonces aportarán a su vida entera una gran poesía. En cuanto al ahogado, desespera de no haber conocido su poder de translación sino in articulo mortis. Ve pasar en su memoria aquellas travesías de dos años, de seis meses, de cuatro meses, durante las cuales aguantaba estúpidamente con las piernas separadas en medio del balanceo y el olor a mar, diciendo: "Tiempo podrido" o no diciendo nada y tampoco pensando en nada, cuando habrían sido tan posibles, tan realizables, evasiones hacia el lugar, no importa cuál fuese, adonde su deseo lo empujara. Pero se acabó, ahora está en la muerte, ya no se lo tendrá en cuenta para nada. Solamente tratará de cuchichearle algún que otro buen consejo a su mujer.
Extraído de Los que fui (Paradiso). Traducción: Ariel Dilon.