Hechos por ahora inexplicables
Hay hechos que a la luz de la razón y los conocimientos que hasta ahora poseemos no es posible explicar. A riesgo de ser juzgado fantasioso, mencionaré algunos que muchos recuerdan y otros que conocí de cerca y parecen mostrar un cosmos paralelo en el que imperan otras reglas o, al menos, la posesión de facultades sorprendentes en ciertos sujetos.
El caso del cordobés Enrique Marchessini (1906-1975) es asombroso. A los 12 años, cuando regresaba en barco de Europa, le dijo a su padre que su abuela acababa de morir, lo que confirmaron al desembarcar. Desde que en 1929 despertó de un estado de coma, poseyó, sin ser médico, la facultad de diagnosticar tocando la ropa u otro objeto personal que alguien le traía; un don que durante 40 años ejerció hasta su muerte, haciéndolo con tanto acierto que fue autorizado por el Colegio Médico de Córdoba para diagnosticar. (La Mañana, de Córdoba, 9-3-2008). Entre innumerables casos que se mencionan, recuerdo que mi abuela, que estuvo a punto de morir, fue salvada por el diagnóstico de Marchessini.
Inés Ester González en ocasiones siente, sin motivo ostensible, una angustia profunda; poco después se comprueba que algo grave afecta a un pariente o amigo entrañable. Así tuvo la intuición de que su marido padecía algo grave y poco después se comprobó la presencia de un cáncer, felizmente resuelto con una urgente intervención quirúrgica; la misma angustia precedió a la inesperada comprobación del cáncer que, sin síntomas a la vista, afectaba a una amiga entrañable y también cuando sintió que algo grave afectaba a su tía Elsa Dotta, quien murió un mes después.
En Rosario, mi ciudad, entre nuestros amigos nadie ignoraba las extrañas facultades de mi madre. En enero de 1938 mis padres y mi hermana veranearon en Piriápolis. En la playa, mi hermana de 2 años tomó y perdió las llaves del automóvil de mi padre; después de la siesta de rigor fueron a buscarlas, mi madre "caminó recto, sin dudar" en la playa, contaba mi padre, y en un solo lugar de la arena hundió la mano y sacó las llaves. Mi madre percibía el pensamiento de los otros. Cuando sonaba el teléfono, ella, al atender, directamente respondía a lo que pretendía decirle quien llamaba, si era alguien de confianza. Una madrugada del verano de 1950 me despertó un ruido en el dormitorio de mis padres. Me acerqué y oí que mi madre hablaba de alguien que acababa de morir; en ese instante sonó el teléfono: una prima, llorando, comunicaba que su padre acababa de morir.
En mis años de colegio, por las tardes jugaba con mis amigos del barrio. Una tarde mi madre trató de detenerme, "no vayas, te va a pasar algo" gritó cuando yo salía. Pero no me detuve, tenía 13 años y el viento en el alma. Esa tarde un muchacho algo más grande que yo me estrelló una lata oxidada que me produjo una gran herida en el mentón.
En diciembre de 1963, después de un año en Europa, regresé con el alma repleta de recuerdos y nada en el bolsillo. Entonces mi hermana, que heredó algo de las extrañas facultades de mi madre, me dijo que jugara al 092 en Lotería de Navidad, y contó que, dormida, había oído la voz de mi papá, muerto en 1955, que decía y repetía "Para Navidad, en Santa Fe, el 092". Salió el número anunciado, lo que nos permitió un verano de lujo.
En enero de 1970 viajamos con Ana a Puerto Rico, invitados por un amigo. Al llegar tomamos un taxi y busqué sin éxito el papel en el que había anotado su dirección y su teléfono. Sólo recordaba que vivía en la capital, en el inmenso barrio Hato Rey. Inexplicablemente le indiqué al chofer que empezara a recorrer las calles de Hato Rey. Después de andar bastante le dije que se detuviera. En el tablero de timbres de un altísimo edificio hallé el nombre de mi amigo.
Aunque resulte absurdo, hay serios relatos de hechos enfrentados con el límite de la muerte. Una hermana de mi mamá tuvo en su juventud un leve noviazgo, al que ella puso fin. En Rosario, ciudad rumorosa en aquel tiempo, siempre se supuso que el abandonado seguía enamorado de mi tía y se daban detalles de la pena que, aún pasando los años, lo acompañaba. De regreso de Europa, mi tía le dijo con extrañeza a mi madre que una noche soñó que aquel enamorado del pasado la miraba tristísimo, de pie junto a su cama, y luego se perdió en la oscuridad. Mi madre preguntó cuándo había ocurrido. Mi tía calculó y dijo la fecha. Mi madre empalideció: ese día, aquel antiguo novio había muerto en Rosario.
Estos que menciono son sólo algunos de tantos hechos inexplicables que conocí a lo largo de mi vida. Y creo que si alguien lee esta nota, tal vez recuerde sucesos e incógnitas parecidas. ¿Cómo se explican? ¿Viven entre nosotros las personas que se fueron y tanto hemos querido? Yo no tengo respuestas, sólo extrañeza y dudas. No puedo, con seriedad, agregar conjeturas. Y no hay ciencia que hoy nos pueda revelar la secreta razón de esos hechos. Pero pienso que después, ya en el otro lado, en el tiempo que a todos nos llega, tal vez veamos claro.
Abogado, ex ministro de la Corte Suprema de Justicia