Hebe de Bonafini, la más intransigente
Para unos murió una sagrada líder de los derechos humanos; para otros, una odiadora que a los derechos humanos los partidizó, los desvirtuó y liquidó los últimos vestigios de principismo cuando se enredó en vulgares corruptelas con dineros públicos. Un tercer grupo social la rescató por su sufrimiento y su coraje para enfrentar a la dictadura y decidió pasar por alto de manera explícita lo negativo, lo que vino después, una degeneración que merece olvidarse.
Siempre el tipo de impacto causado por el fallecimiento de figuras públicas habla de la sociedad, del lenguaje de la época, de la cultura, del estado de las cosas. Además, las redes sociales, con su cruda inmediatez y su incentivo a la deshinibición expresiva, encogieron el respeto sacramental por la muerte. Pero Hebe de Bonafini no inauguró la grieta en modo fúnebre. Ya existía.
El impacto de otros decesos importantes, como los de Néstor Kirchner, Claudio Bonadío o Diego Maradona, dieron cuenta en los últimos años de que la percepción del duelo no es lo que era. Con pudor residual todavía algunos usuarios de las redes advierten antes de descargar sacos de adjetivos descalificativos que la muerte no mejora a las personas. Verdad que suele confundirse con un permiso para avasallar el dolor ajeno.
En todo caso, si con Hebe de Bonafini hubo alguna novedad fue la reposición del despiadado internismo de velorio, algo bastante común en el tercer gobierno peronista en pleno auge de la violencia política. Cuando la víctima era de la “burocracia sindical” la izquierda peronista celebraba. Si se trataba de un militante de la Tendencia asesinado por la Triple A la derecha peronista aplaudía. Eso por no hablar del crudo culto a la muerte: “con los huesos de Aramburu vamos a hacer una escalera para que baje del cielo nuestra Evita montonera”, entonaban con alborozo pastoril los muchachos de Firmenich.
Ahora la política se hace, por suerte, sin sangre, aunque algunos mecanismos extremos del pasado se renuevan en versión light. Quizás así deba ser visto el bestial reproche de Madres de Plaza a las condolencias expresadas por el presidente Fernández ante la muerte de Bonafini. Un pésame replicado a rebencazos.
Tras 72 horas de tuits, posteos, declaraciones, comunicados e incontables columnas en las que se reparten -simplificando- los tres grupos de opinión, parece no haber quedado mucho más para decir sobre Hebe, protagonista singular de la historia argentina de los últimos 45 años, de la dictadura y de la democracia, que ahora seguirá produciendo divisiones como en vida pero referidas a los homenajes que se le quieran hacer desde el Estado. Los tres días de duelo oficial (a Perón en 1974 también le tocaron tres días) fueron el comienzo.
Sin embargo, de un aspecto de la presidenta de Madres de Plaza de Mayo del se habló poco: es el lugar que ella ocupaba en el espectro ideológico como figura máxima de la intransigencia. Allí deja un vacío que será difícil llenar.
No es el caso discutir si tuvo o no claudicaciones. Parece difícil decir que no las tuvo cuando se abrazó con el general de inteligencia César Milani o cuando invirtió su valoración sobre Jorge Bergoglio. Pero acá lo que importa no son las posiciones políticas reales sino la encarnación suprema, simbólica, de lo contestatario. Ningún otro dirigente argentino dijo tantas veces como ella la palabra mierda para explayarse sobre personas, conductas, partidos, libros, ideas, leyes, protagonistas de la historia. Ese estilo, conjugado con el coraje original y con la madre sufriente, cautivó a un sector de la sociedad nada despreciable, sobre todo juvenil, que ahora se quedó sin objeto de veneración.
La contundencia, cuando no el insulto, era para Hebe de Bonafini un sello de identidad. Solía expresarse con la firmeza de quienes piensan que toda cuestión tiene dos puntos de vista, el equivocado y el propio. Con esa rotundez aborrecía la idea de diálogo con el que piensa distinto, despreciaba toda negociación. Postura ejemplar, valiente en tiempos de la dictadura, solo que ella la prolongó en la democracia. Años después, con parejo ardor, se amarró así a un kirchnerismo virginal sediento de contenido.
Los Kirchner nunca habían tenido contacto con las Madres de Plaza de Mayo ni con la causa de los derechos humanos, como se sabe. Su entrega, ajustada a la captura de un electorado huérfano hastiado de las sinuosidades tuvo el fervor de los conversos. Pero del lado de Bonafini el proceso fue más hondo. Estaba en juego la memoria, el tipo de memoria de los desaparecidos, no sólo la necesidad de hacer justicia.
Los juicios por violaciones de los derechos humanos pusieron fin a las vacilaciones y contradicciones desplegadas por sucesivos gobiernos desde que un sector del Ejército se rebelara contra los juicios a cuadros medios de las Fuerzas Armadas. Amedrentado por los levantamientos militares posteriores al juicio a los excomandantes, Alfonsín impulsó sucesivamente las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que liquidaron los juicios contra la oficialidad media bajo el argumento de evitar una guerra civil. Más tarde Menem dictó los indultos al por mayor (a la vez que terminaba de someter a las Fuerzas Armadas al poder político).
Kirchner entendió que el tema de la represión ilegal que estaba sin terminar implicaba una frustración colectiva y que encararlo le granjearía un apoyo significativo. Los militares ya no eran una amenaza para nadie.
Pero los juicios contra represores que se llevaron a cabo gracias a la determinación de Kirchner vinieron acompañados de un revisionismo histórico sesgado que se profundizó con los años. Ahí se impuso la línea Bonafini.
En el ámbito de los organismos ella siempre defendió la asimilación de los desaparecidos con heroicos jóvenes idealistas, en desmedro de enfocarse en los métodos empleados por la represión. Una doble tergiversación. Primero, porque la abultada nómina de desaparecidos es diversa, no reproduce un modelo único de víctima. Y segundo, porque los derechos humanos son universales por definición, no dependen del comportamiento de las personas.
El kirchnerismo hizo suya y estatizó la postura reivindicatoria con la excusa de sepultar la llamada teoría de los dos demonios que equipara las atrocidades cometidas desde el Estado por los militares con los actos de la guerrilla. Esa postura radicalizada de Hebe de Bonafini la sobrevive. En cambio la verbal, aquella de probar las pistolas Taser con la hija chiquita de Macri o festejar la muerte de tres mil personas en las Torres Gemelas (“yo estaba en Cuba con mi hija y me alegré mucho”), no parece tener sucesión.