He visto a Maradona
Cuando me enteré de la noticia me quedé petrificado. Me acordé, como todos, de los goles a Inglaterra, de las canciones que inspiró (de Mano Negra a Rodrigo, de Los Piojos a Manu Chao), de las piernas cortadas, de sus frases ingeniosas, sacadas de la galera con la misma repentización de sus grandes gambetas, y de todas las veces que mi abuelo Armando, vecino de La Paternal, recordaba las maravillas que hacía con los Cebollitas y los pelotazos que le tiraba a la espalda de su primer representante, Jorge Cyterszpiller, cuando lo hacía correr desde el círculo central hasta la línea de fondo, después de cada entrenamiento.
Pero me acordé, también, de la primera vez que lo vi jugar en vivo, con la diez en la espalda y la cinta de capitán. Lo recuerdo bien porque es sólo un episodio en el marco de una jornada de iniciación, pilar en la mitología de mi vida como hijo.
El sábado 11 de julio de 1987 amaneció nublado y mi mamá no se sentía bien: estaba engripada y necesitaba descansar. Yo tenía ocho años, y ese mediodía, de la mano de mi papá caminamos hasta el Pumper Nic de Pueyrredón y Santa Fe. Después de comer un par de hamburguesas y unas Frenys, partimos hacia la cancha de River. Argentina jugaba contra Colombia por el tercer puesto de la Copa América que, al día siguiente, Uruguay le ganaría a Chile. El Monumental estaba semivacío. Un año atrás, Argentina había salido Campeón del Mundo, pero el especial que había sacado El Gráfico con él en la tapa, un par de semanas atrás, celebrando el aniversario de aquella conquista, también incluía la crónica de un amistoso previo al certamen. El título era elocuente "Vaya tranquilo, peor no podemos jugar". (En esa misma revista, él evocaba en primera persona el derrotero hacia la Copa del Mundo del 86 y le dedicaba palabras elogiosas a otro de mis ídolos, el uruguayo Rubén Paz).
Lo cierto es que ahí estábamos, mi padre y yo, en la platea baja. Del partido conservo apenas algunos flashes. A él lo recuerdo incómodo, acaso fastidioso, acaso desmotivado y con sus rulos azabache opacados por la cabellera afro-blonda de otro crack latinoamericano que unos años después se convertiría en un ícono pop gracias a Emma Horvilleur y Dante Spinetta: Carlos Valderrama. Mi viejo dice que ese día el colombiano la rompió.
Lo único que puedo evocar con precisión es la terrible niebla que cayó al final del segundo tiempo. Colombia ganaba dos a cero, y en un córner Cannigia marcó el descuento para Argentina. La intensa bruma impedía ver el arco de enfrente, y en algunas jugadas posteriores, desde el sector opuesto gritaron goles falsos, a modo de humorada. Pero esa tarde, finalmente, perdimos.
Volvimos en un micro escolar a la esquina de Santa Fé y Pueyrredón, desde un teléfono público llamamos a casa y mi mamá, engripada, nos prefería lejos. Así que merendamos un panqueque en Carlitos de Villa Gessell y nos metimos en el cine Studio para ver la función vermouth de la película de Sting, Bring on the Night. El único recuerdo que conservo de esa proyección es un fragmento en el que Branford Marsalis, Kenny Kirkland, Darryl Jones, Omar Hakym y las coristas, en un ensayo, se ponen a tocar la canción de Los Picapiedras, junto al propio Sting en la voz líder.
Esa noche cenamos otra vez en Pumper Nic unas presitas de pollo y volvimos a casa caminando. Con el correr de los años, mi padre evocó una y mil veces esa jornada, cargándola de una épica íntima. Creo que lo que más me gusta es que él no ocupa un lugar central en la historia. Sin hacer goles ni gambetas, lo imagino feliz, viendo la escena y la sonrisa de ese niño que fui alguna vez, de la mano de su padre, con un cansancio tan grande como la carga de felicidad por esa maratón de emociones, que incluye haberlo visto a él, a Diego Maradona, sobre el verde césped.