¿Hay un giro conservador en América Latina?
Las reelecciones y la falta de renovación en los liderazgos muestran la escasa vocación de cambio de las dirigencias
El declive de la "marea rosada" y el ascenso al poder de presidentes de derecha -Mauricio Macri, Sebastián Piñera, Michel Temer- inspiran a menudo esta pregunta, formulada por algunos con horror y por otros con esperanza.
En la tradición política de derecha, "conservador" evoca un compromiso con valores que demandan sacrificio: familia, comunidad, religión, república. En la tradición política de izquierda, "conservador" evoca resistencia al progreso para defender el privilegio de pocos.
Ambos significados tienen razones históricas y permiten iluminar el momento actual de América Latina. La región enfrenta un momento conservador, no porque la derecha esté ganando poder, sino porque sus democracias confrontan hoy un dilema: defender principios o defender privilegios.
El dilema de todo pensamiento conservador puede resumirse en una pregunta: ¿cómo distinguir los valores esenciales, que deben ser preservados, de sus manifestaciones contingentes, que cambian con cada momento histórico? La respuesta a esta pregunta a menudo elude a los poderosos, quienes confunden su propio poder con la esencia del sistema que dicen defender.
Planteado de esta forma, el dilema conservador no es un problema exclusivo de la derecha. Es el dilema de quienes se aferran al pasado para defender su poder futuro. América Latina lo expresa de dos maneras distintivas: en el continuismo presidencial y en la falta de renovación en los partidos políticos. Ambos males afectan a todo el espectro ideológico.
El continuismo presidencial se funda en la falacia de creer que el gobierno exitoso de una república depende exclusivamente de una persona. Los resultados del referendo ecuatoriano del domingo, en que un 64% de los electores votó para eliminar la reelección indefinida, mostraron la resistencia social a esta falacia, quizás el error más arraigado entre los gobernantes latinoamericanos.
Honduras, en cambio, muestra las consecuencias de este mal. Desafiando la tradición constitucional de su país, el presidente Juan Orlando Hernández buscó la reelección en diciembre. El conteo de votos daba el triunfo a su oponente, hasta que el tribunal electoral suspendió el proceso y, tras días de incertidumbre, declaró ganador a Hernández. En medio de protestas violentas, la Organización de los Estados Americanos reclamó nuevas elecciones.
Muchos recuerdan todavía la crisis hondureña de 2009, cuando Manuel Zelaya fue depuesto por una operación militar. El Congreso y la Corte Suprema respaldaron este desatino con el argumento de que Zelaya buscaba alterar la Constitución para ser reelegido. El artículo 239 prohibía la reelección y el artículo 374 prohibía cualquier intento de alterar esta norma, considerada un principio constitucional pétreo.
El principio "pétreo" fue desmantelado por sus supuestos defensores pocos años más tarde. La politóloga costarricense Ilka Treminio mostró que Juan Orlando Hernández, aunque popular y en control de su partido, llegó a la presidencia sin respaldo parlamentario para reformar esta Constitución legalmente irreformable. Pero siempre hay una vía alterna para el político creativo.
En 2012, cuando era presidente del Congreso, Hernández impulsó una purga de la Corte Suprema para nombrar jueces aliados en la Sala Constitucional. Tras llegar al gobierno en 2014, mantuvo perfil bajo mientras un expresidente impulsaba una acción de inconstitucionalidad contra los artículos 239 y 374. La Sala Constitucional revirtió entonces la interpretación legal que había servido para deponer a Zelaya y autorizó la reelección. Este fallo de 2015 abrió el camino a la crisis política que sacude a Honduras hoy en día.
El virus del continuismo no ataca solamente a la derecha, como muestra el caso de Bolivia. Ignorando la fuerte resistencia social, Evo Morales también buscará la reelección este año, a pesar de que la Constitución de 2009 -quizás el principal legado de su gobierno- se lo prohíbe.
Morales fue elegido en 2006 y reelegido tras el cambio constitucional en 2009. Prometió no buscar un tercer mandato para destrabar la negociación constituyente, pero olvidó su promesa cinco años después. Evo se transformó así en el presidente más duradero -y posiblemente el más popular- en la historia de Bolivia. Pero un cuarto mandato requiere desmantelar los principios de la Constitución que funda el Estado plurinacional.
Su intento de enmendar la Constitución a través de un referendo fue rechazado por el 51% de los bolivianos en febrero de 2016. Morales denunció que "el MAS perdió gracias a las mentiras de la derecha". Al igual que Hernández, apeló entonces a los jueces amigos. En noviembre pasado, el Tribunal Constitucional falló que el límite a la reelección viola sus derechos políticos. De este modo, la Justicia boliviana ha creado el escenario para una crisis similar a la de Honduras.
Los ejemplos de Honduras y de Bolivia muestran que el poder es un espejo que distorsiona y engaña. Quienes lideran suelen creer que los grandes principios (de la patria o la revolución, de la empresa o del partido) solo están asegurados bajo su liderazgo. Esta falsa percepción se ve reforzada por un núcleo adulador que a menudo los rodea.
Incluso en países con instituciones fuertes, en donde la Constitución no puede deformarse fácilmente como en Honduras o Bolivia, este problema se manifiesta al interior de los partidos políticos: los líderes establecidos se resisten a abrir espacio a una nueva generación de hombres y mujeres.
El caso de Chile, una de las democracias más sólidas de la región, es tristemente ilustrativo. Sebastián Piñera sucederá a Michelle Bachelet, quien sucedió a Sebastián Piñera, quien reemplazó a Michelle Bachelet. Desde 2006, la alternancia ideológica no significa renovación del liderazgo presidencial. El problema quizá vaya más lejos: el expresidente Ricardo Lagos fue también precandidato presidencial el año pasado, aunque abandonó la carrera en abril. Esta situación no puede leerse con optimismo. Los partidos chilenos han sido abandonados progresivamente por la ciudadanía, tornándose en organizaciones sin capacidad de forjar identidades políticas.
¿Y la Argentina? A pesar de sus muchos padecimientos, el país ha enfrentado el dilema conservador con relativo éxito. Es verdad que Carlos Menem y los Kirchner soñaron con el gobierno eterno, prometiendo ser guardianes de la convertibilidad en el primer caso y de la justicia social en el segundo. También es verdad que el liderazgo radical se renueva con la velocidad generacional de un glaciar. Pero la tradición peronista de sacrificar a sus expresidentes y la capacidad radical para formar alianzas con nuevas fuerzas ha impulsado la regeneración de la clase política.
El nuevo momento conservador de América Latina no requiere un giro ideológico frente a las últimas dos décadas, sino enfrentar un desafío que se hunde en nuestra larga historia republicana. Un proyecto conservador para la región debe preservar los principios perdurables de la democracia sin que esta excusa sirva para preservar el privilegio político de pocos.
Profesor de Ciencia Política, Universidad de Pittsburgh