Hay recuerdos que no voy a borrar
Viví en la casa de Olleros y Álvarez Thomas veintidós años desde que nací, en el invierno de 1976. Me contaron una y mil veces que mi hermano, el único varón de los cinco, jugaba al fútbol en la vereda ese mediodía cuando desde el balcón le gritaron: "¡Es una nena!", y un poco a regañadientes pensó "otra más", colgó la pelota y subió resignado las escaleras para ir a conocerme.
En la casa de Colegiales aprendí a caminar y tuve el primer porrazo del que soy consciente, cuando una bola de plastilina se me atascó en la suela de la zapatilla y me fui a dar la nariz de canto contra la mesa ratona de mármol, en el living. El comedor diario -al que hasta el final todos seguimos llamando taller, porque en una época mis padres habían fabricado ropa allí- fue testigo de mis mediodías viendo a Biondi antes de ir al colegio. Frente al mismo aparato de televisión a botonera pasé incontables noches cómplices con mi papá, que autorizaba a la nena la transgresión de mirar, muerta de miedo, a Narciso Ibáñez Menta en El pulpo negro. Aún más tarde -más tarde en la noche, pero también más tarde en la vida-, disfrutaba acompañarlo en su último cigarrillo antes de emprender la ida a dormir por el largo y frío pasillo que conducía a los cuartos. En ese mismo corredor, a los siete u ocho, jugaba sola al elástico: lo sujetaba con las patas de cemento de las macetas donde iban a parar los peces que, muy a pesar de la dedicación de mi hermano, se iban muriendo.
La de Olleros era una casa muy grande, que al principio nos quedaba chica. Sufrió transformaciones, supo salir del ataque ochentoso de sus empapelados floreados y atravesar una reforma que llevó años de obras. En todo ese tiempo de arena y polvo volando, Rodríguez y Quiroga, los albañiles, se hicieron prácticamente de la familia. Porque, con todo, este clan numeroso que llamaba la atención, entre otras cosas, por la diferencia de edad entre sus hermanos, no haría más que agrandarse. No había cumplido yo los cinco cuando la mayor se casó y para cuando la segunda se recibió de médica, recién me tocaba arrancar la primaria. Por casa pasaron abuelos en los últimos días y amigos de todos todo el tiempo, algunos en calidad de residentes temporarios. Creo que nosotros siempre tuvimos facilidad para ser muchos.
Al cabo de veintidós años no sólo aprendí de memoria la curvatura de la escalera caracol que llevaba a la terraza, sino que elongué lo suficiente para subir y bajar de a cuatro los escalones de la cocina. Minúscula en comparación con casi todo, ahí, al calor de las hornallas, se hablaba de lo más importante y de lo más trivial. Yo, que viví de pe a pa en Olleros, que fui la última en cerrar la enorme y pesada puerta de entrada, puedo jactarme de haber dormido en todos sus cuartos.
Y aunque el kiosco de Álvarez Thomas ya no esté y en la farmacia de la vuelta hace rato hayan puesto un McDonald's -por no hablar del viejo cine Argos, que fue discoteca y ahora es una particular radio con teatro-, esta semana me emocioné literalmente hasta el llanto cuando de pronto volvieron a mí todos estos recuerdos juntos. En el grupo de WhatsApp de los "Fratellinis" -contracción que surge de "fratelli" (hermanos, en italiano) y Bertolini- alguien escribió: "Acabo de ver que demolieron la casa de Olleros". Me llevó todo el día recuperarme de ese mazazo desprevenido; como si se me desmoronara la infancia...
¿Cómo es que se puede sentir la pérdida de lo que ya se había perdido? ¿Hasta dónde el valor simbólico de un lugar puede comprometernos? La compleja máquina que es nuestro cerebro todavía no supo explicarles a los científicos de manera definitiva dónde aloja los recuerdos a largo plazo. Sabemos que no sólo los hechos, también los colores, los aromas y sonidos quedan registrados, aunque después de tanto leer no termino de entender muy bien cómo sucede.
De cualquier manera mi evidencia es que la memoria es un reservorio interminable de donde un estímulo puede sacar en cualquier momento una colección de fotos que se creía perdida. Y aunque divinos protectores de mi ser enseguida contuvieron mi tristeza ("vivir es cambiar", me dijeron y, otra cosa más, que "todo lo que vivimos allí nadie lo puede demoler"), no se me quita aún el sabor amargo de las despedidas. Tal vez sea que en esa casa, por primera y última vez estuvimos, reímos, lloramos, nos divertimos, cantamos, bailamos, peleamos, vivimos todos juntos, algo que desde la muerte de mi padre, primero, y de mi madre, hace apenas unos meses, ya no volverá a ser.
"Vuelven tomadas del brazo, las lágrimas, de dos en dos -escribe Erri De Luca en Los peces no cierran los ojos, su novela de la infancia-, se asoman por el borde y se zambullen desde las pestañas sobre los pantalones, mientras apoyo la frente sobre las manos vacías. Son las mismas lágrimas de niño, de impotencia antigua. No tienen nada que pedir y cesan por sí solas." FIN