Hay que volver a la concordia
Si bien las divisiones y los desencuentros agudos han tenido cierta constancia en la historia argentina, desde la última década se ha instalado entre nosotros un creciente clima de antagonismos y enfrentamientos que resulta nocivo para la salud de la convivencia democrática y la adopción de las políticas de largo plazo necesarias para lograr un verdadero desarrollo. Frente a tal situación, urge recrear el valor de la concordia.
Desde la antigüedad clásica, la concordia ha sido considerada una de las formas de la amistad, el vínculo político natural que reúne a los hombres en la sociedad. El mismo origen del término (viene del latín "cor - cordis", que significa "corazón", a lo que se agrega la preposición "con", que implica acompañamiento, comunidad) se refiere a la unión de corazones, compartir valores esenciales y un proyecto de vida en común.
No es el acuerdo de opiniones, sino de voluntades. No supone la uniformidad ni reniega de la diversidad. Por el contrario, es esta forma mínima de amistad social la que posibilita el sano pluralismo ínsito en toda sociedad.
No proponemos una visión ingenua o idílica de la política que soslaye la presencia permanente del conflicto ni la natural existencia de diversas ideologías e intereses en pugna. Pero rechazamos aquellas posiciones que reducen la política a la sola dialéctica del amigo/enemigo. Confrontar y dividir no pueden ser nunca el patrón de conducta del gobernante. Ya decía Platón hace siglos que la habilidad del político debía ser la del tejedor, que actúa enlazando puntas, generando redes, estrechando vínculos, siempre teniendo en mira la unidad y el refuerzo del tejido social.
En los últimos años, lamentablemente, las posiciones rupturistas y el germen de la discordia, diseminado principalmente por la acción del Gobierno, dominan el paisaje social. Se fracturaron las organizaciones del movimiento obrero; los aprietes y amenazas son de uso diario en el trato con los empresarios; el enfrentamiento con los sectores del campo se radicalizó sin vuelta atrás desde la cuestión de las retenciones; las relaciones con la Iglesia han estado signadas por la frialdad, cuando no por polémicas y desaires; un cierto aire revanchista se percibe en la relación con las Fuerzas Armadas, y, al calor del intento de controlar el Poder Judicial, hasta se promovió la creación de una agrupación para plantar una cuña dentro de ese ámbito.
La beligerancia se trasladó a las redes sociales, y desde 2009 también a los medios de comunicación, muchos de ellos más proclives a la militancia que a la información objetiva. La deslegitimación del otro suplió al diálogo fecundo en la relación entre las fuerzas políticas. Los festejos patrios se utilizaron para exaltar los propios logros antes que para reforzar la unión nacional. Por todos lados han crecido barreras ideológicas y sectoriales y, más grave aún, la crispación penetró en las conversaciones cotidianas de la vida común. El caso extremo es la reciente noticia de un divorcio, tras 35 años de matrimonio, fundado en la seria discrepancia política entre los esposos.
Hay quienes justifican la polarización en la necesidad inicial del ex presidente Kirchner en 2003 de fortalecer la autoridad presidencial, lo que se mantuvo en el tiempo, dado su rédito para el oficialismo. Otros la aceptan como un resabio natural de las decisiones presidenciales que afectan intereses de los poderosos. Quienes brindan sustento intelectual a los llamados "neopopulismos" favorecen la instalación de liderazgos hegemónicos que buscan sintetizar los conflictos generando permanentes antinomias.
Hemos atravesado por cierto trances más graves que perturbaron la paz social, como la violencia de los años 70. Sin embargo, a treinta años de la recuperación de la democracia, la sociedad argentina se encuentra profundamente dividida y exasperada, atrapada en una lógica binaria de bandos irreconciliables. Es preciso serenar los ánimos, pacificar los espíritus y dejar de alimentar odios y resentimientos.
La concordia supone buscar consensos a partir del diálogo, reconociendo los logros alcanzados en la última década en algunos campos. Requiere ser solidario con los sectores más vulnerables, y tolerantes con quienes piensan diferente. Implica mejorar la calidad y el funcionamiento de las instituciones republicanas, así como fortalecer nuestro alicaído federalismo; poner la mira en la construcción del futuro y no en el pasado que nos separa.
Sin borrar las fronteras entre lo religioso y lo temporal, quizá nada pueda ayudarnos más para esta tarea que mirarnos en el espejo de la conducta y el mensaje del papa Francisco. Pero también hace falta que surja cuanto antes un nuevo estilo de liderazgo político que encarne y promueva el valor de la concordia que debemos recuperar.
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