Hay que transformar los subsidios
En los últimos años, se han multiplicado en la Argentina subvenciones oficialesque no estimulan el trabajo ni el progreso genuinos y que casi equivalen a dádivas; esas mismas ayudas podrían ser repensadas, sin embargo, para promover el empleo y repoblar el país
Hace poco, Emilio Cárdenas me recordó una sencilla parábola: si siempre se ara en el mismo surco, el surco dejará de ser fértil. Hace muchas décadas que en la Argentina se ara en el surco de los subsidios y los subsidios se han convertido en un recurso bastante estéril. No resuelven los problemas gigantescos de la Nación, aunque parecieran una herramienta de enorme poder. Hay subsidios para casi todo. Para los pobres y los ricos, para los trabajadores y para los empresarios, para los niños, la salud, la educación, la Justicia.
La palabra subsidio proviene del latín y tiene varios orígenes etimológicos. Uno de ellos deriva de sedere (estar sentado). Me sonó a clara denuncia, porque a menudo estimula la pasividad.
Sin embargo, los subsidios no son iguales en los diversos países donde se aplican. En general rigen por un tiempo limitado y están sujetos a una devolución que implica trabajo. En otras palabras, no equivalen a una dádiva.
En la Argentina, en cambio, nos hemos acostumbrado a considerarlos una dádiva. Para colmo, venenosa, porque no estimula el trabajo ni el progreso genuinos. De ahí la propuesta que sugiero, en el sentido de reformularlos hasta la raíz y convertirlos en una fuente con dos objetivos cardinales: incentivar el empleo y repoblar nuestro país.
Las reparticiones públicas que manejan subsidios deberían revisarlos con arte e imaginación, para que se reciban por un tiempo limitado, razonable, justo y eficaz. Y para que estimulen el trabajo o el estudio, no la quietud. Si no se consiguen los medios para devolverlos, caben las tareas sociales: controlar la entrada y salida de las escuelas, vigilar manzanas de barrios inseguros, limpiar calles y veredas, colaborar en los hospitales, brindar asistencia a centros de discapacitados, distribuir comida en zonas pobres, vigilar y denunciar la producción de paco. Pero no “quedarse sentado”.
En cuanto a los subsidios que reciben los sectores afortunados, deberán rendir cuenta de su uso y efectuar la debida devolución en el tiempo correspondiente.
Tendemos a suponer que el subsidio es un regalo del cielo. Grave error: ni viene del cielo ni es gratuito. Esta ilusión fue narrada en la Biblia con el milagro del maná. Cuando los fugitivos de Egipto se creían próximos a perecer de hambre, se produjo una lluvia de copos alimenticios que los salvó. En esa etapa cargada de milagros o sucesos asombrosos nada parecía imposible. Pero no volvió a suceder. La lluvia del maná ocurrió una sola vez y tiene resplandores literarios. El subsidio no es su equivalente. Deriva de los impuestos y las recaudaciones que efectúa el Estado. Es el obsequio que una parte de la población hace a otra parte por decisión de los funcionarios de turno.
Son pocos quienes tienen conciencia de la desproporción que existe entre quienes aportan y quienes reciben. Lo detallo: entre 2002 y 2015, el número de empleados públicos aumentó a 4.100.000. La cantidad de jubilados y pensionados a cargo del Estado se expandió a 7,5 millones después de dos grandes moratorias y la estatización del sistema privado. Los planes sociales se multiplicaron hasta abarcar algo más de 8 millones de beneficiarios. En consecuencia, el total de personas a cargo del Estado pasó a 19,6 millones. En el mismo período, los aportantes privados formales sólo subieron a 8,5 millones. La balanza quedó entonces así: 8,5 millones aportan y 19,6 millones reciben. Una relación así no se observa en ningún otro país del mundo y no es sostenible.
Señalé que el segundo objetivo de los subsidios debería ser repoblar nuestro país. Recordemos que hacia fines del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX se protagonizó una epopeya: llegaron a nuestra tierra columnas de inmigrantes angustiados y hambrientos. Lo hacían sin dinero ni idioma. Pero la mayoría no se “quedó sentada” en las grandes metrópolis, sino que fue a colonizar campos vacíos, yermos, despreciados. Con grandes sacrificios nacieron pueblos llenos de esperanza. En pocos años se integraron profundamente. Diversas provincias se enriquecieron con la inmigración multitudinaria de italianos, árabes, judíos, españoles, irlandeses y armenios. La Argentina dejaba de ser una infinita región desierta.
Pero la industrialización provocó una concentración urbana que ahora no suena positiva. Se han formado cinturones insalubres donde rugen la carencia de viviendas, incalculables costos en el transporte, aumento de la inseguridad, basurales contaminados, multiplicación del narcotráfico, falta de empleo, insuficiencia sanitaria y decadencia educativa. Se impone, por lo tanto, pensar, programar y efectivizar la desconcentración para obtener, al menos, dos grandes beneficios: que incontables argentinos puedan prosperar dignamente en el interior y que nuestro país les derrame los tesoros infinitos que guardan sus llanuras y montañas, ríos y paisajes.
Para esto no sólo urge desarrollar de nuevo los ferrocarriles y las rutas, sino favorecer la radicación de inversiones en el interior, no en las metrópolis. Viejas y nuevas poblaciones, que parecen condenadas a la inexistencia, deberían ser provistas de escuelas y hospitales, comisarías y comunicaciones. Todas las pymes que se arriesguen a instalarse en zonas alejadas de las metrópolis deberían ser liberadas de impuestos esterilizantes y bendecidas con estímulos a su producción. Ni hablar de las obras de infraestructura que deberían planificarse con criterio estratégico y ponerse a marcha. Todo esto requiere los talentos de la ingeniería social?y económica.
Y aquí entran a jugar los subsidios. ¿Cómo? Mediante un sencillo expediente. Serán más altos mientras más lejos se instale quien los recibe. Por el contrario, si la voluntad del beneficiario es quedarse en los cinturones que asfixian y se asfixian en torno a las grandes metrópolis, entonces bajará al mínimo. Así habrá un incentivo económico contundente a desarrollar una vida sana y productiva donde resulta más oxigenante. Para poner en marcha este sueño hace falta que expertos en la materia se apliquen a diseñar los mecanismos que lo hagan posible.
En torno a esto corresponde subrayar la fuerza pedagógica de la nota que se difundió hace poco sobre el padre Pedro y su tarea en la isla de Madagascar. Lo llaman “la Madre Teresa de Madagascar”. Es un sacerdote católico argentino que hace cuatro décadas resolvió instalarse en ese país, devastado por la pobreza y la erosión, maltrecho por gobiernos irresponsables y con una población diezmada por el hambre y las enfermedades. Se aplicó a enfrentar esos males con una vocación ejemplar. Logró ganarse la confianza de cientos de miles de habitantes. Puso en marcha tareas sociales bajo la consigna del trabajo, la educación y la disciplina. Nada de dádivas ni favores indebidos. Con la participación de todos se construyeron miles de viviendas, centros de salud, escuelas, cocinas públicas. Asombra la cantidad de obras producidas por el trabajo sistemático, que ha fortalecido los valores de la moral y la solidaridad. Además de construir viviendas, incluso sobre basurales, el padre Pedro insiste en estimular la educación: no sólo atender la currícula elemental, sino enseñar inglés y francés, además del idioma del país. Conmueve cómo lo rodean y aman los niños, los jóvenes, y cómo lo siguen y escuchan los adultos. Como si fuera poco, ya sacó del hambre a medio millón de criaturas. Hasta consiguió obtener agua potable y, de esa forma, detener epidemias que segaban millares de vidas. El padre Pedro no utiliza otro subsidio que el trabajo y la disciplina. Con la ayuda de algunos subsidios, que abundan en la Argentina, seguro que obtendría mucho más. Es el modelo que deberían observar y seguir muchos líderes sociales.
¿Cómo empezar? Lo sugiere esta nota: habría que “revolucionar los subsidios”.