Hay que mudar la Capital, pero no de cualquier modo
En ciertos momentos, los humanos elegimos gastar energía en construir un futuro deseable, ya sea individual o colectivo, y en otros momentos hacemos ese gasto sólo para gozar del presente. Son dos maneras de disfrutar de la vida, aunque no pocas veces conlleven esfuerzos y penurias que estipulan su precio. Hoy los argentinos, como sociedad política, tendemos a inscribirnos en los segundos momentos. Es más, en realidad estamos enfermos de cortoplacismo, aunque la retórica que se oye diga otra cosa.
Por esto, se escucha muy poca discusión de proyectos de reforma estructural en los distintos campos en que resulta indispensable. Siempre hay aparentes razones para postergarlos: la ineficiencia o corrupción en el Estado, la supuesta distracción en atender otras prioridades coyunturales, el riesgo del rechazo popular en momento electoral, el hecho de que los beneficios de reformas se muestren tarde y las incomodidades temprano; en fin, se impone la filosofía del ¡sobrevivamos lo mejor posible!; en definitiva, ¿cuánto tiempo más viviré yo?
El proyecto de traslado de la Capital de la república se anota entre esos proyectos postergados. La única vez que alcanzó a ser un proyecto oficial de gobierno fue con Alfonsín presidente. Y como escribí en esta misma página en un artículo que destacaba no lo mucho que había hecho ese presidente, sino precisamente lo que quiso hacer y no pudo, fue aquél un proyecto símbolo dentro de un conjunto de medidas que tendían a revertir la tendencia secular argentina a la centralización viciosa en el campo político, económico, demográfico, social y cultural, y la ineficiencia del Estado.
Recientemente, una opinión aparentemente personal de un alto funcionario oficialista lo puso en la atención pública. ¡Enhorabuena! Pero enhorabuena con algunos recaudos que conviene explicitar: sin que yo piense que ésa sea la intención del opinante, conviene decir que no puede servir esta iniciativa para distraer a la opinión pública de otros temas candentes que debe enfrentar el Gobierno. Tampoco debería servir para alimentar el sueño de que en los próximos años no se reúna la gente en las calles de Buenos Aires para expresar su protesta a las autoridades, y, todavía más importante, para transmitir a la ciudadanía la idea de que éste es el proyecto "varita mágica" en la solución de nuestros problemas. Porque en realidad, como lo pensó Alfonsín, es sólo la punta de lanza de una política integrada del Estado, a mediano y largo plazo, que tienda a revertir nuestra tendencia histórica a un desarrollo demasiado asimétrico e inequitativo. No sea cosa que lo analicemos con la misma cortedad de miras con que encaramos, no hace tanto tiempo, un tema complejo como es el régimen penal juvenil -y la crisis sociocultural juvenil que subyace-, restringiéndolo a una estúpida apuesta por edades alternativas de imputabilidad.
Y para prevenir otras distorsiones a que nos acostumbraron los voceros del "relato" oficial -relato que abarca no sólo los hechos contemporáneos, sino también la interpretación de lo acaecido por lo menos desde que llegara Colón al continente (con denunciada voluntad imperial)-, no vaya a ser que nos instruyan de que los "buenos" de nuestra historia (Dorrego y Rosas, por ejemplo) ya lo postulaban, con la férrea resistencia de los "malos" (Mitre y Sarmiento, por ejemplo). En fin, si podemos soslayar el cúmulo habitual de tontería que les da un pintoresquismo estéril a nuestras discusiones, será dable encarar proyectos de esa envergadura.
Si así lo hiciéramos, sería entonces la oportunidad de estudiar opciones geopolíticas de ubicación y grado de descentralización y modernización del Estado nacional, fortaleciendo un auténtico y equitativo federalismo, que no tenemos, dentro de una concepción de unidad como nación sin hijos y entenados.
La idea del proyecto ochentista, en la puerta de la Patagonia, no implicaba postergación de otras regiones interiores, sino apoyar el desarrollo de la zona más despoblada del país, que cuenta al mismo tiempo con riquísimos recursos naturales y posibilidades productivas que se acoplan bien a los requerimientos de la economía moderna. Casi treinta años después, debería ser evaluada, frente a otras opciones, a través de una amplia e idónea discusión nacional, a la que aporten tanto los estudiosos como los distintos sectores políticos, para buscar un grado razonable de consenso, minimizando la distorsión de los localismos y los oportunismos sectarios.
Los grandes propósitos nacionales deben cimentarse en necesidades muy reales para no resultar en frustración colectiva. Construir una sociedad más estable implica una mayor justicia distributiva geográfica y poblacional, y eso no se alcanza meramente repartiendo subsidios: necesita reformas estructurales. Porque, como decía José Martí en el lenguaje bastante dramático de la época, pero lleno de verdad: "Si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república".
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