Hay que empezar a dar por cerrada la era populista
Las elecciones de medio término, fundamentalmente legislativas, que han de celebrarse este año, se destacan por ciertos componentes peculiares que les otorgan un carácter distinto al de comicios anteriores, y que obligarán a afinar los discursos y las acciones de campaña, quizá para encontrarse, al final, con que los números, en el Senado y en Diputados, no han variado mucho.
Ya ha sido muy analizada y desmenuzada, dentro del sistema político, la crisis de los partidos, fragmentados y con dispersión territorial. Lo que sin embargo parece más importante que el propio fenómeno de la fragmentación es una de sus inevitables consecuencias: el peronismo ha dejado de ser la mayoría (casi) automática del sistema. Lo había sido en vida de Perón, y después, para ser precisos, en las tres décadas que van del triunfo de Cafiero gobernador hasta la derrota de Scioli en su aspiración presidencial.
Hoy, en cambio, ni aun apelando a su reconocida capacidad para el transformismo, que lo hace jugar tanto con el manto neoliberal como con la camiseta populista, no tiene la menor posibilidad de predominio sistémico. Es una pieza más de un organismo debilitado. La victoria de María Eugenia Vidal, en "la provincia" por antonomasia, representó para el peronismo un retroceso histórico. Ya no es lo que era.
Junto con la crisis de los partidos, estamos viviendo la crisis de los liderazgos. Es bien sabido, de Maquiavelo a Max Weber, que el concepto de "líder" está vinculado con la autoridad que un individuo ejerce sobre determinadas colectividades o grupos humanos. Weber, además, amplió la definición al hablar del "liderazgo carismático", según el cual el líder posee un don o "carisma", que le permite, por ejemplo, encabezar revoluciones o cambios históricos. Muchos caudillos de ahora y del pasado adoptarían esta fórmula, aun sin entenderla del todo.
Entre nosotros, sólo la ex presidenta Cristina Kirchner conserva restos del modelo weberiano/populista, aunque de manera exterior y meramente maquillada. A tal punto es frágil su posición, que sus adversarios la estimulan para que se presente a las elecciones, con la única finalidad de polarizar con ella.
En busca de la construcción de liderazgo democrático, hay unos pocos aspirantes calificados: están el presidente Macri, que ha optado por una comunicación sin estridencias, tratando, como buen ingeniero, de que las obras superen a las palabras; Lilita Carrió, inflexible conciencia crítica de la Coalición Cambiemos; Sergio Massa, procurando edificar un responsable espacio opositor, y por fin, María Eugenia Vidal, con auspiciosos presente y futuro.
En este escenario de crisis, el Gobierno y el oficialismo en su conjunto tendrán una buena oportunidad para mostrar al país su voluntad de cambio, empezando a dar por cerrada la era populista. La crisis de los partidos y la escasez de líderes no deberían obstaculizar este objetivo central. Nuestro pueblo tiene derecho a esperar otra cosa, con una base diferente. Con respeto a la ley. Con mucha menos pobreza. Con un lugar firme en el mundo. Con una educación de excelencia. Con la credibilidad de los largos plazos.
La oposición residual, sobre todo la de origen kirchnerista, se burlará de este paisaje ideal, y le antepondrá otra muestra pictórica, formada por cuadros de desolación y miseria. Pero seamos honestos: ¿quién gobernaba el país cuando esos cuadros se pintaron?
Aunque este debate sobre el pasado podría favorecerlo, el oficialismo debería evitar su uso, salvo en casos extremos. O mejor dicho: nunca. La próxima campaña debe tratar del futuro y de cómo se reconstruye una sociedad desde el punto de vista material y desde el punto de vista moral. La oportunidad vale la pena.
No contestar agravios ni formularlos. No prejuzgar ni condenar de antemano, trátese de Milagro Sala, Cristina Kirchner o quien fuera. Es mejor diez culpables en libertad que un solo inocente preso. Y aunque la tentación de dedicar todas las fuerzas a la lucha contra la corrupción sea grande, dejar el núcleo de ese combate a la Justicia, que también necesita regenerarse.
No olvidar que la coalición Cambiemos es una coalición, y que como tal ganó, por estrecho margen, las elecciones presidenciales en 2015. Debe ser reforzada y no debilitada.
Y a pesar del agobio de las crisis, que los sonidos que predominen en la próxima campaña sean los de la grúa y la excavadora, o los del tren que funcione, o los de las cañerías que impiden la inundación. Los banales discurseadores, abstenerse.