Hay que designar buenos jueces
Unas semanas atrás, un editorial de LA NACION comentaba el descrédito de nuestro Poder Judicial; señalaba causas y pedía reacciones. Concuerdo con lo que postulaba aquel texto, pero me parece útil agregar algunas reflexiones.
Cuando hablamos de la justicia, pensamos en Comodoro Py. Sin embargo, la administración judicial no se acaba allí: los más diversos fueros de todas las jurisdicciones tienen inconvenientes parecidos.
De lejos, el principal problema reside en la designación de los jueces, una instancia en la que los padrinazgos acaban contando mucho más que la idoneidad efectiva. El Consejo de la Magistratura no dio el resultado esperado, entre otras cosas, por la excesiva injerencia política en su composición. Este órgano debería estar formado por tres jueces, tres abogados y tres legisladores, sin más agregados, y las consideraciones de quién es más amigo de quién tendrían que quedar eliminadas de cuajo a la hora de las designaciones, a favor de los resultados de los concursos y sin manipulaciones en ocasión de las entrevistas.
Para eso, es preciso combatir una constante cultural favorable al nepotismo y al amiguismo, cuando no al clientelismo. Dentro de los propios organismos judiciales, todos los cargos, desde el de secretario hasta el del último escribiente, deberían hallarse sujetos a concursos de oposición y antecedentes. El fuero laboral tiene una larga y fructífera experiencia en este aspecto, aunque la ha mantenido con notorios altibajos.
Las normas procesales son perfectibles. Por ejemplo, sería útil que las apelaciones durante el proceso fueran -en lo posible- diferidas para el momento de recurrir la sentencia definitiva. Con esto se abortarían muchas maniobras dilatorias. Pero también conviene saber que las leyes procesales, en general bastante buenas, no tienen la culpa principal de los problemas. Parte del inconveniente reside en su incumplimiento y en que, al proyectar procedimientos, los juristas proclaman principios excelentes, como la inmediación, la concentración, la oralidad y otros, sin tomar en cuenta las perspectivas de su efectivo cumplimiento con los recursos humanos, materiales y culturales de los que se dispone.
Además, no todos los defectos de la administración judicial son endógenos. La legislación contribuye a complicarlos con constantes aperturas hacia la discrecionalidad judicial. Cada vez que una condición o una consecuencia han de ser prudencialmente estimadas, los ciudadanos se ven empujados a litigar con la esperanza de obtener una estimación favorable. Por el contrario, en la medida en que las condiciones sean empíricamente verificables y mensurables y las consecuencias sean fijas o dependientes de cálculos conocidos, la ley puede ser aplicada entre los propios interesados, sin necesidad de recurrir al criterio -siempre variable y controvertible- de los magistrados.
Buena parte de ese inconveniente nace de la técnica legislativa de los derechos. Los derechos tienen buena prensa, pero enunciarlos no es satisfacerlos. Ningún derecho es efectivo si la ley no establece claramente las obligaciones de las personas encargadas de asegurarlo o proveerlo. Esa falencia lleva a los beneficiarios frustrados a interpelar al sistema mediante oleadas de demandas evitables.
Mucho puede hacerse, pues. Pero esto requiere conocimiento, prudencia y algo de audacia.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)