¿Hay que cancelar a Philip Roth?
En una entrevista de los años ochenta, el filósofo Alain Finkielkraut buscó entresacarle a Philip Roth hasta qué punto Nathan Zuckerman, el personaje más recurrente del escritor estadounidense, era una réplica de sí mismo. “No tengo nada que confesar ni nadie a quien quiera confesarme –dice Roth, al sostener que a la ficción hay que leerla como ficción–. En cuanto a mi autobiografía, no puede imaginarse lo aburrida que sería. Consistiría casi por completo en capítulos en los que aparecería sentado a solas en un cuarto delante de una máquina de escribir. La falta de acontecimientos haría que El innombrable de Beckett se leyera como una obra de Dickens”. Exageraba, como buen creador.
La objeción retrospectiva parece haberse vuelto un lugar común de la corrección política. No es disparatado imaginar que la cultura de la cancelación termine por ensañarse con Philip Roth (1933-2018), un escritor que se cansó de despertar controversias en vida, cuando la palabra era sinónimo de debate, no de anulación. Lo que pone a tiro a Roth son las acusaciones de abuso que pesan sobre Blake Bailey, firmante de una flamante biografía sobre él. En parte porque el propio novelista lo había elegido para el trabajo, la tormentosa vida sentimental de Roth –y el eco que tiene en sus libros– está siendo ahora asociada de manera malintencionada con los problemas que enfrenta el encargado de retratarlo.
Lo novedoso de la cancelación como método es su ejecutividad acrítica: editoriales, medios y hasta lectores parecen plegarse sin mediaciones al ostracismo del libro; en este caso, su retiro de la venta. Poco importa que las reseñas que se publicaron de Philip Roth. The Biography la hayan considerado magistral.
Cancelado Bailey, ¿alguien buscará cancelar a Roth y su talento para poner el dedo en la llaga? Las nouvelles de Goodbye, Columbus (1959), su primer libro, irritaron para siempre a la comunidad judía a la que pertenecía. El mal de Portnoy (1969), con su protagonista obsesionado por el sexo y la masturbación, le valieron el mote de pornógrafo. Y Mi vida como hombre (1974) –donde la historia de Zuckerman parece reflejar, es cierto, el calamitoso y violento matrimonio de Roth con Margaret Martinson, su primera mujer– le valió la ira en bloque del feminismo de los años setenta, que lo tildó de misógino. Según Roth, su delito había sido retratar a una mujer vengativa en una era que venía de descubrir que todas las mujeres eran buenas. “Era contrario a la nueva ética y a la revolución que la propugnaba. Era antirrevolucionario. Estaba en el lado equivocado de la causa. Era tabú”, dice, en una frase que busca refutar desde el pasado a los posibles canceladores contemporáneos.
A comienzos de este siglo, un joven David Foster Wallace atacó a Roth, John Updike y Norman Mailer definiéndolos como los Grandes Narcisistas Masculinos de la literatura, una generación que se había librado de las viejas constricciones conservadoras a través de un “yo libidinoso”. Fructífera en su tiempo, esa vanidad, decía Wallace, se volvió un “flagrante anacronismo”. La larga actividad de Roth, sin embargo, le permitió modular en parte ese aparente ensimismamiento. Pastoral Americana (1997), su novela más ambiciosa, tiene personajes sin concesiones (como la hija radicalizada que coloca una bomba en días de Vietnam), pero se lee sobre todo como el ácido réquiem de una época.
“Hay que ser muy ingenuo –decía Roth a The Paris Review al hablar de Céline, eterno candidato a la cancelación– para no comprender que un escritor es un intérprete que representa el papel que mejor sabe hacer. Algunos fingen ser más encantadores, otros menos. Eso es irrelevante. La literatura no es un concurso de belleza moral. Su poder procede de la autoridad y la audacia con que se lleva a cabo la representación”. Como todos, Roth –él parecía saberlo mejor que nadie– solo quedará cancelado no por voluntarismo, sino por el tiempo, cuando ya nadie les encuentre a sus libros interés.