Hay otra Argentina, lejos de Uruguay y Juncal
La historia de Nicolás Monzón es un ejemplo de ese país luminoso que, en medio de la intolerancia y la agresividad ejercidas desde el poder, justifica la esperanza
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La Argentina, por momentos, parece asfixiante. La vorágine de los últimos días ha reforzado el desasosiego ciudadano. Un cóctel de violencia real y simbólica, combinada con intolerancia y agresividad ejercidas desde el poder, consolidó una atmósfera sombría en la que no parece haber tregua ni respiro. Tal vez resulte indispensable, entonces, recordar que también hay un país que justifica la esperanza. Quizá no sea el que defina los rasgos salientes de esta época, pero existe y tiene nombres y apellidos.
Ante el riesgo de quedar intoxicados por la beligerancia de las redes sociales y los discursos inflamados de la política, hay un ejercicio que puede ser alentador: pongamos en el buscador de Google “Nicolás Monzón”. Aparecerá una historia de la Argentina luminosa. Nacido en una zona vulnerable del conurbano, Nicolás es hijo de un albañil que no pudo terminar la primaria y que, durante los años más duros de la crisis, tuvo que salir a cartonear. Su madre tenía un puesto en una feria de trueque. Él estudia tres carreras universitarias; ganó una exigente beca de la UADE y ahora figura en la elite de “los diez mejores estudiantes del mundo”. Es el primer argentino que llega a esa instancia en un premio internacional (el Chegg.org Global Student Prize 2022 lanzado por la Fundación Varkey) del que participan casi 7000 postulantes de 150 países.
La de Nicolás es una historia de superación a través del esfuerzo personal. Es una historia que refuta las ideas dominantes, en las que el mérito es estigmatizado, la exigencia se ve como una barrera (no como un estímulo) y la excelencia se asocia con elitismo. Es una historia que demuestra que, a pesar de todo, en la Argentina se puede progresar con las viejas herramientas del estudio, el sacrificio, la tenacidad y la confianza. Es, por si fuera poco, una historia de integración social, en la que el talento individual permite sortear los tabiques de una sociedad cada vez más fragmentada.
Nicolás estudia en dos de las mejores universidades del país, una pública, la UBA, y otra privada, la UADE. Hizo el secundario en una escuela barrial de Quilmes. Hace unos años, fue esa misma escuela la que lo llevó, en una excursión, a conocer la UADE. ¿Hoy todavía llevan a los estudiantes de las escuelas públicas de Quilmes a conocer esos circuitos universitarios? ¿O la docencia militante ha clausurado, entre otras, esas ventanas para asomarse al mundo? Tal vez sean preguntas pertinentes ante la expansión del adoctrinamiento.
Para estudiar Ingeniería Informática en la UADE (a la vez que cursa las carreras de Matemática y de Física en la UBA), Nicolás tuvo que postularse a una beca bajo un régimen muy estricto: para obtenerla, se debe aprobar el examen de ingreso en el primer intento y mantener un promedio superior a 8, entre otros requisitos. Es un sistema que también contrasta con la demagogia que está colonizando todo el universo educativo: la consigna de los ministerios provinciales de Educación es, por el contrario, bajar la vara de la exigencia, flexibilizar las condiciones para pasar de año y prohibir –en forma más o menos explícita– la repitencia y los aplazos. Todo supone una profunda subestimación de los sectores más vulnerables de la población, a los que se condena a una educación de baja intensidad. En nombre de un supuesto progresismo, se cree que los hijos de las familias pobres no pueden responder a estándares altos de exigencia escolar. A partir de ese prejuicio, cada vez se les pide menor esfuerzo, en lugar de incentivarlos para progresar. Darles herramientas para que se ganen las cosas es algo que contradice los manuales básicos del populismo educativo, que cuestiona la noción del logro para entronizar la de la dádiva: las cosas no se ganan, se reciben. Y los que las otorgan son “el Estado”, “la organización”, “el puntero”, “el poder”. El individuo se desdibuja en una concepción colectivista que iguala hacia abajo. Es, incluso, hasta una mala lectura de los manuales de la izquierda: Marx no recomendaba prescindir del conocimiento, sino que lo exigía como requisito para el cambio revolucionario.
Nicolás Monzón tiene, evidentemente, condiciones y talento singulares. Pero no es un extraterrestre. Es hijo de una cultura que, aun estigmatizada y desalentada desde el poder, sobrevive en la Argentina. En entrevistas que ha dado en los últimos días, contó una historia conmovedora: en ese hogar que conocía las penurias, su abuela advirtió que le gustaban los números. Y cuando tenía 9 años le regaló un libro de matemática que terminó despertando su pasión por las ecuaciones y los cálculos. También en contra de los ideologismos dominantes, vale la pena prestar una especial atención a esa anécdota familiar: en muchos hogares de sectores vulnerables, los libros son sinónimo de esperanza y la educación se ve como el camino hacia un mejor futuro. Aun sin querer, en ese manual “para más grandes” había una intención de poner la vara alta, de alentar el esfuerzo y de proponer, incluso, una meta más ambiciosa. La demagogia educativa combate, con arrogancia militante e ideologismo pedagógico, la cultura de esa abuela: exigir más, “puede ser frustrante y desalentador”. La consigna, entonces, es exactamente la contraria.
Que exista una historia como la de Nicolás habla de la fortaleza de determinados valores y rasgos culturales, capaces de sobrevivir y de desarrollarse aun en los entornos más adversos. Es cierto que es un caso “fuera de serie”, pero no es el único. En muchas escuelas, como también en clubes donde se practican deportes amateurs, en centros de expresión artística, en academias de baile, en empresas innovadoras, en ecosistemas productivos, en industrias como las del agro y el turismo, y en todo lo que se vincula con la economía del conocimiento, la excelencia no es un disvalor; tampoco la exigencia. El mérito se reconoce, no se combate; el esfuerzo se promueve, no se desalienta. Y hay una inmensa cantidad de “Nicolases” que se sacrifican, día a día, para progresar y mejorar en lo suyo.
El discurso dominante tal vez mire la historia de Nicolás con cierta indiferencia. Cualquiera que se destaque por sus propios méritos parece incomodar de alguna manera al poder, como si desafiara con su solo testimonio los dogmas y prejuicios ideológicos enquistados en el oficialismo. No vamos a ver (como sería deseable) una gigantografía de su foto frente a la municipalidad de Quilmes, donde debería ser celebrado como un verdadero orgullo. La TV Pública tampoco hará un documental sobre su vida. Y sería una verdadera sorpresa que el Presidente lo visitara en un aula y lo abrazara como abrazó a Milagro Sala. Es reconfortante, sin embargo, comprobar que esa Argentina a la que el poder no abraza no solo sobrevive, sino que brilla en lo más alto. No tendrá el reconocimiento ni el aliento que merece, pero para muchos es un ejemplo inspirador.
En días en los que un joven desquiciado empuña un arma contra la vicepresidenta, un senador de la Nación amenaza con quebrar la paz social y el oficialismo exacerba antagonismos mientras confunde, con liviandad y sin inocencia, la discrepancia con “el odio”, la historia de Nicolás Monzón, conocida en la misma semana en la que todo el foco estuvo puesto en “la locura” de Uruguay y Juncal, tal vez nos permita mirar el futuro con mayor esperanza. Detrás del enrarecido clima político e institucional, hay una Argentina que mira hacia adelante. ¿Sabremos valorarla y estimularla?