¿Hasta dónde queremos cambiar?
Si el actual despertar judicial fuera sólo fruto de una interesada reacción pendular, si la sociedad de lo único que se hartó es del kirchnerismo, y no de sí misma, la chance de continuar repitiendo nuestra historia de fracasos seguirá siendo muy alta
La sociedad argentina ha decidido un cambio de gobierno –casi podríamos decir de régimen– hace cuatro meses. Ante eso, una de las preguntas relevantes que podemos hacernos es la siguiente: ¿en qué napa de profundidad se está dando el cambio? ¿Ha ocurrido un temblor superficial o asistimos a un terremoto profundo en la sociedad? ¿Qué grado de azar o necesidad ha provocado ese cambio? En la respuesta a estas preguntas tal vez se esconda el alcance del giro que está dando la Argentina, que podría ser un giro copernicano, en el mejor de los casos, o un giro en redondo para volver al mismo sitio, en el peor. Porque el cambio que se está desarrollando no depende sólo ni primariamente de lo que haga el Gobierno, sino de la decisión –de abajo hacia arriba– que haya tomado la gente frente a su destino de fracaso serial.
Si la razón de lo que estamos viviendo es sólo la reacción a un hastío de origen y características inmediatas, la chance de que nos aguarde un gatopardismo al final del camino no es menor. Si la sociedad de lo único que se hartó es del kirchnerismo –y no de sí misma–, la chance de repetir su historia sería alta. Porque no querríamos sólo estar dejando atrás doce años de una experiencia de extravío mental corrupto y autoritario. Desearíamos estar levantando la cabeza sobre nuestra historia y asomándonos a un cambio de paradigma que deje definitivamente atrás décadas de estancamiento y autodestrucción. En un sentido profundo, y a pesar de las turbulentas variaciones de la superficie, la Argentina se encuentra en un statu quo desde hace mucho. La anomia que nos atraviesa, nuestro exclusivo pacto con lo inmediato –y con el populismo–, a la vez que la imposibilidad de acordar un proyecto común que se exprese en políticas de Estado, han estado siempre presentes. Pero tenemos ahora una oportunidad de oro.
Desde ya no es tarea menor la superación de las experiencias recientes. Sin ir más lejos, la semana pasada reapareció Cristina pidiendo a la militancia retomar los reclamos sociales. Podría haber comenzado ofreciendo devolver los montos de la corrupción ocurrida durante su mandato o explicando por qué permitió el regalo de una diferencia por los futuros de dólar vendidos que equivale a más de dos veces la ayuda social anunciada el último fin de semana. Pero no, todavía tiene un público para su desvarío. No deja de ser un misterio que, aun sabiendo estas cosas básicas, mucha gente se instale cinco horas bajo la lluvia para apoyarla. Esa impermeable devoción es sorprendente. Porque no caben dudas de la buena fe de muchos seguidores del kirchnerismo, aunque resaltaran lo que querían ver y eclipsaran lo que no.
La explicación tal vez tenga que ver con que la necesidad de creer fatalmente se independiza, a cierta altura, del objeto de creencia. La capacidad inercial de la creencia, cuando ha adquirido una velocidad acrítica, hace que sea difícil detener su movimiento. Pasado cierto umbral, el objeto de creencia carece de la fuerza de realidad suficiente como para desmentir la propia fe. Y si millares de fieles han sido alguna vez capaces de adorar en Londres al obeso gurú indio que recorría las calles en un Rolls-Royce mientras comía helados de chocolate, no se ve por qué ejemplos vernáculos no habrían de ser posibles. La pregunta es si el propio gurú cree en sí mismo mientras la gente se postra frente a su vehículo. Y la pregunta es si la propia Cristina ha creído en sí misma –más allá de su logrado histrionismo– mientras degustaba el relato y la gente se postraba frente a su enriquecimiento. Siempre cupo la pregunta acerca de si la propia ex presidenta creía realmente en sus rollizas palabras o si se trató de un acto de cinismo en estado puro, un agujero negro retórico destinado a hacer desaparecer las rosadas máquinas de contar dinero.
Pero a la herencia visible del campo minado de la economía, y a la experiencia de tierra arrasada en el Estado que dejó el gobierno anterior, hay que agregar su herencia invisible. Porque su daño mayor radicó en haber colocado una bomba de profundidad bajo las palabras y los hechos. Aquella antigua adaequatio latina sobre la que alguna vez se fundó la idea de verdad dejó de operar, ya que la designación de las cosas dejó de tener correspondencia con ellas. Y la significación, que, como la pólvora, detona de acuerdo con la magnitud de los hechos, quedó suspendida también. Es que el kirchnerismo terminó de humedecer todas las significaciones de la Argentina.
Así los hechos más graves levitaron, se confundieron entre sí en el aire, perdieron respeto por la ley de gravedad. Eso es lo que permitió asistir a la muerte de Nisman sin que se sepa aún nada al respecto. Eso convirtió a la Argentina en un sitio en el que los sospechosos creen que todavía pueden bailar en los balcones y arengar sobre las escalinatas de Comodoro Py. Por eso, si la tarea visible es ciclópea, la tarea oculta de restaurar las significaciones es más importante aún. El nuevo presidente busca devolver a la sociedad la simple idea de decir la verdad. Pero ¿cuánta tolerancia a la verdad tiene quien se ha desacostumbrado de ella? No lo sabemos, aunque es evidente que la sociedad aceleraba en un espejismo colectivo –que incluía la represión de las variables económicas– cuya brusca detención nos ha arrojado a través del parabrisas.
A su vez, ¿de qué cosa es expresión el actual tsunami judicial? ¿De una reacción pendular o de una ejecución cabal de la idea de justicia? Con Báez detenido y Cristina imputada, entre otros, pareciera que la Justicia ha despertado. Pero uno se pregunta por la génesis de esos fenómenos, si han nacido de una Argentina distinta o si han nacido de la antigua Argentina, que simplemente ha cambiado de signo y de conveniencia. No sabríamos decir si hemos conquistado el metro patrón de la Justicia o si su medida simplemente ha cambiado, para ser benignos, por mera adaptación.
Por eso las preguntas del primer párrafo tienen al menos dos respuestas posibles. Una de ellas es que la sociedad se ha vuelto más republicana y que sea lo que fuere que ocurra en el futuro, hasta los próximos presidenciables del peronismo habrán dado un paso adelante en la materia. Se ha dicho no a la corrupción rampante y al narcotráfico en la provincia de Buenos Aires. Podría estar sucediendo que haya habido un aprendizaje y una maduración que nos llevaron a modificar nuestro destino. Porque en algún momento las sociedades también aprenden y evolucionan, y no estamos condenados a lo contrario. El Gobierno cree que el cambio es masivo y cultural, a lo que hay que darle el beneficio de la duda, ya que ha venido sosteniendo tesis contraintuitivas que han probado tener razón. Quisieran ser el emergente de una corriente histórica, no haber sido empujados por azar al sitio en el que están.
Pero la otra lectura, que no deja de ser sólida, es precisamente la azarosa: este cambio se habría producido gracias a una carambola múltiple. Es decir, ha sucedido de manera milagrosa, por una suma perfecta de errores y eventos sincrónicos: la designación de Aníbal Fernández como candidato a gobernador, la de Zannini como vice, la negativa de Randazzo a ir a la provincia de Buenos Aires, entre otros. Y todo eso junto apenas alcanzó para lograr un pequeño porcentaje a favor del cambio. Si la sociedad no se hubiera visto aterrada por este tren fantasma de la alternativa, ¿estaríamos donde estamos? ¿Hemos reaccionado sólo por espanto o porque se ha despertado una incipiente hambre de ley? ¿Es nuestro cambio producto de una combinatoria azarosa o de una necesidad histórica? La respuesta a esta pregunta es la que estamos buscando colectivamente en estos meses de transición. Influirá la pericia de los actos de gobierno y el grado de paciencia activa que evidencie la población. En cualquier caso, la esperanza es que aun el azar puede producir, como efecto, altas dosis de necesidad. Como en la teoría del caos, una pequeña causa puede producir una asimétrica consecuencia.