Hartazgo social y reacción política por la burocracia piquetera
A medida que se profundiza la crisis política y empeora el humor social, tiende a reducirse en todo el país la tolerancia de buena parte de la población frente a los constantes percances producidos por los movimientos sociales más radicalizados que, con sus habituales acampes y cortes de rutas, calles o puentes en zonas estratégicas para la movilidad, se convirtieron en un dolor de cabeza adicional a los múltiples factores que vienen deteriorando el nivel y la calidad de vida en la Argentina desde hace ya demasiado tiempo.
Las consecuencias negativas de este fenómeno son múltiples. En primer lugar, se resquebrajan los lazos de solidaridad frente a las necesidades de los sectores más vulnerables y, en el contexto de una situación económica y social tan compleja, se extingue la predisposición a continuar financiando la miríada de planes sociales que aumentaron exponencialmente en las últimas dos décadas, sin que los problemas estructurales que los justifican (la indigencia, la pobreza extrema, los altos umbrales de desempleo, la discriminación en el acceso a bienes públicos esenciales como la educación) se hayan revertido o, al menos, hayan dejado de empeorar. En segundo lugar, se alimenta una nueva grieta que, para algunos, es una oportunidad para que resuenen algunos acordes de una degradada melodía clasista anacrónica y retóricamente combativa con el potencial de entorpecer cualquier debate lógico sobre causas y consecuencias de los problemas de fondo. A río revuelto…
Finalmente, surgen intentos por parte de distintos actores políticos de capitalizar esa mezcla de enojo y agobio que sufren cada vez más personas. Muchos tratan de consolidarse como representantes de quienes padecen ese dominante estado de ánimo y canalizarlo a través de premios y castigos que redunden en una respuesta lógica y proporcional a los evidentes excesos y provocaciones políticas que se observaron en los últimos tiempos, con la segunda intención de separar la paja del trigo. Otros exhiben actitudes autoritarias que, lejos de contribuir con la solución del problema, habilitan protagonismos individuales e instalaciones mediáticas mientras se incrementan algunas décimas los acotados ratings televisivos de los programas políticos, con peleas extravagantes y desatinos conceptuales.
De Sergio Berni a Néstor Grindetti, de Horacio Rodríguez Larreta al propio ministro de Desarrollo Social, Juanchi Zabaleta, la enorme mayoría de la dirigencia política vernácula parece acordar con la necesidad de que los grupos piqueteros ajusten sus métodos de protesta a los parámetros de una convivencia democrática mínima que permita dirimir solicitudes genuinas sin afectar derechos de terceros. Emerge así un nuevo consenso en un sistema político caracterizado por su ausencia: más allá del justo reclamo por la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas, consolidado en las últimas cuatro décadas y ratificado con rango constitucional en la reforma de 1994, son escasísimos los denominadores comunes que habilitarían la construcción de políticas de Estado para revertir el estancamiento cuasi secular que sufre el país y comenzar gradualmente a resolver los problemas más urgentes de la sociedad. En este contexto, hasta movimientos sociales como el Evita reconocen que el principal desafío en este país sin rumbo es la creación de empleo. Consistente con esto, marchará junto con la CGT el próximo 1º de mayo, una decisión crucial desde lo político y desde lo simbólico: hasta ahora, la desconfianza predominaba entre líderes sociales y sindicalistas, que se sentían mutuamente desplazados en términos de protagonismo y capacidad de obtener y controlar recursos públicos.
Más aún, esto abre la puerta para el debate central que la Argentina no puede seguir procrastinando: ¿cómo generar un shock sustentable de creación de riqueza que multiplique las oportunidades para toda la ciudadanía? Sin apoyo del sector privado no habrá crecimiento del empleo genuino, y el papel clave de la política debe ser crear las condiciones apropiadas para fomentar un clima de negocios que, contrariamente al que impera desde la crisis del régimen de convertibilidad, incentive la inversión productiva y la generación de valor. No puede haber atajos ni soluciones mágicas: la política debe ser la solución para no seguir siendo el principal problema. El desastre de Perú, que agregó un nuevo capítulo a su interminable saga, enfatiza que es imposible desacoplar la economía de la política y que sin un sistema político estable, legítimo y capaz de brindar los bienes públicos esenciales no es factible destrabar los nudos que impiden un proceso de desarrollo equitativo y de largo plazo, aun cuando haya estabilidad macroeconómica, tratados de libre comercio y boom de exportaciones.
Esta disyuntiva encuentra en el camino un obstáculo. La lógica de acción colectiva de algunos grupos piqueteros, lo que justifica su propia existencia, quedaría eliminada si se resolvieran los problemas que permiten movilizar estas olas humanas hacia los puntos de protesta. Si hubiera trabajo para satisfacer la demanda y se lograra empezar a eliminar la pobreza (aquello de “pobreza cero” fue una imprudencia marquetinera superficial e irresponsable), estas organizaciones sociales, con sus acampes y manifestaciones callejeras, no tendrían razón de existir. Pero sus líderes, que cumplieron un rol fundamental en la crisis de los 90 –cuando la palabra “piquete” recién comenzaba a utilizarse– y que ganaron mucho terreno con la gran crisis de comienzos de siglo, constituyen hoy una nueva oligarquía con intereses propios, especializada en el manejo del conflicto social y con una capacidad de movilización que envidian muchos dirigentes sindicales: su poder crece, paradójicamente, pari passu lo hacen la pobreza y la marginalidad.
Esto explica por qué el diseño de muchos de los planes sociales no está pensado para generar empleo, mejorar la educación o inducir cambios efectivos en las condiciones de vida de los beneficiarios, sino para ahondar la dependencia de quienes los reciben y satisfacer así los requerimientos de supervivencia de los dirigentes.
El sociólogo ítalo-germano Robert Mitchels enunció a principios del siglo XX la “ley de hierro de la oligarquía”, que define que las organizaciones tienden a destilar una clase dirigente que busca eternizarse en el poder; por eso, impulsan mecanismos de reproducción de su liderazgo a medida que se profesionalizan en su rol de gerentes. Su estudio se centró en los grandes sindicatos industriales, cuyos dirigentes demostraban creciente aptitud y capacidad de influencia, aun cuando el tamaño de sus organizaciones fuese relativamente limitado en términos electorales.
El Gobierno se aferra, infantil, al espejismo del rebote luego de la caída estrepitosa que trajo consigo la pandemia, en un escenario de incertidumbre política y un contexto económico global complicado. Nada hace suponer que las cosas vayan a mejorar. Un país ordenado y con objetivos estratégicos aprovecharía las oportunidades de este mundo tan complejo –fabulosas, por cierto, en especial en materia de energía, minería y alimentos–. Pero seguimos a la deriva, perdiendo el tiempo en discusiones absurdas que confunden las causas con las consecuencias, con líderes que insisten con prejuicios y muletillas, aun cuando afectan sus intereses personales.