Hannah Arendt, vigía de la democracia liberal
A 45 años de su muerte, el pensamiento de la autora de Los orígenes del totalitarismo ilumina la crisis política del mundo actual
El 4 de diciembre se cumplirán 45 años de la muerte de Hannah Arendt. Su contribución a la teoría política va más allá del mérito de identificar en los sistemas de Hitler y de Stalin un régimen político no previsto por las clasificaciones heredadas, al que denominó totalitarismo. Le debemos también el término "banalidad" para mentar un género delictivo y un perfil criminal inaudito. Su enseñanza clave al respecto es que aun no viviendo bajo condiciones totalitarias podemos reconocer gestos de banalidad cuando nos acostumbramos a las prácticas ilegales, el delito se vuelve moneda corriente, el avance sobre los derechos se hace rutinario a punto tal que adormece nuestra capacidad de juzgar públicamente. El delito cotidiano no merma la naturaleza del delito, lo que decrece es la visión objetiva del mismo. O sea, su discernimiento.
Arendt se interesó por la capacidad del juzgar (de discernir) después de examinar las respuestas automáticas y los clichés de Adolf Eichmann en el proceso en Jerusalén. Allí descubrió dos cosas. Primero, que por su incapacidad de pensar y de juzgar por sí mismo, Eichmann había abandonado su condición de persona humana. Segundo, en relación a sus propias observaciones sobre el criminal nazi, descubrió que expresar una opinión a contracorriente de la opinión pública, de lo políticamente correcto o de lo socialmente aceptado puede traer aparejados muchos inconvenientes. En esa circunstancia se le imputó: "¿Cómo puedes juzgar si no estuviste ahí?", "¿cómo puedes juzgar si no eres experta en el tema?", y por último: "no juzgues y no serás juzgado", el más efectivo disuasivo de la opinión independiente, nefasto únicamente cuando se confunde a los ciudadanos con ovejas y al líder político con el pastor que las apacenta.
Observar y actuar
El juicio, lamenta Arendt, la capacidad de expresar opiniones y valoraciones personales, está devaluado. Cuando se extingue, el crecimiento exponencial de la criminalidad política es irrefrenable. Se vuelve banalidad cuando no reaccionamos a tiempo.
Por pesimista que pueda sonar su diagnóstico, Arendt sostuvo que la capacidad de juzgar es independiente del cociente intelectual o de la formación que se puedan tener. La asoció más con la buena crianza y la costumbres que con las credenciales académicas o profesionales. En su opinión, a cualquier ciudadano se le puede exigir esa capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo honorable y lo mezquino que desde Protágoras atribuimos a todo hombre y, desde Aristóteles, es el sello de la virtud política. Inclusive cuando denunció el drama de la pobreza abyecta, léase la facilidad de hacer del pobre un rehén, jamás le negó al pobre la capacidad de juzgar y de discernir. Es decir, no lo rebajó en su dignidad personal.
En Sobre la revolución investigó las temibles consecuencias políticas tanto del crimen de la pobreza deshumanizante (en la Francia revolucionaria) como del pecado fundacional de la esclavitud (en EE,UU,). Vio con claridad que la glorificación de la pobreza y las autocracias paternalistas son dos rostros del mismo fenómeno, que bajo la ilusión óptica de una democracia promueven clientes cuyo voto y cuyo juicio son penosamente cautivos. La "ilusión óptica" radica en que la democracia sin el sostén institucional se devora a sí misma. Hannah Arendt anticipó precozmente, en los años sesenta, la deriva de la democracia liberal. Si bien no vivió lo suficiente para ver a la democracia constitucional declinar y mutar en populismo, tanto de izquierda como de derecha, pronosticó su corrupción siempre que falla el elemento de estabilidad. En este sentido, advirtió que la democracia liberada a su propia lógica de funcionamiento termina atentando contra sus propios cimientos: la libertad de expresión, de imprenta, de reunión, de resistencia y, también, en contra del carácter inviolable de la propiedad, que lejos de pertenecer solo a la tradición liberal clásica, estaba presente asimismo en las ciudades griegas, cuna de la democracia.
En defensa del republicanismo, Arendt no solo abrevó de las fuentes griegas y sus instituciones políticas libres, sino también de la tradición romana que, con Cicerón, diferenció la fuente del "poder" que yace en el pueblo, de la sede de la "autoridad", que en Roma era el Senado. Hoy la Cámara alta de la Legislatura heredó el honorable título pero no sus funciones, que consistían en vincular cada acto y cada decisión públicos con los principios fundacionales, es decir, con la Constitución. La antigua auctoritas romana, sostiene Arendt, persiste aún en el cuerpo más conservador del sistema republicano, la Suprema Corte de Justicia, a la que le compete velar por la continuidad ininterrumpida de los pilares fundacionales de la República. Al antiguo Senado romano, de carácter vitalicio, lo integraban los maiores o patres provenientes de las familias patricias y descendientes de los fundadores míticos de Roma. Le concernía, entre otras funciones, ratificar la leyes aprobadas por los comicios, dar consejo a los magistrados ("más que un consejo, menos que una orden. Es decir, un consejo que no puede pasarse por alto") y también vigilar y frenar el abuso de poder.
La autoridad del Tribunal Supremo que debe velar hoy por la constitucionalidad de las leyes y los fallos reposa y hereda su grandeza de esa honorable institución romana, "pues la autoridad de los vivos siempre era derivada [?] de la autoridad de la fundación [?]; dependía de la autoridad de los fundadores que ya no estaban entre los vivos". Estar revestido de autoridad, concluye Arendt, implicaba siempre "volver a ser atado, obligado por el enorme [?] esfuerzo de poner cimientos [?] y estar unido al pasado".
Autoridad perdurable
El poder del pueblo está proyectado al futuro, asimila el recambio generacional y gestiona los cambios que exige el paso del tiempo. La autoridad, en cambio, enraíza en el pasado y es "el peso central, como el lastre de un barco [?] que lo mantiene a flote y en equilibrio". Evocando la tradicional imagen del barco como metáfora del cuerpo político, Hannah Arendt enseña que la auctoritas aporta la estabilidad de los cimientos y si bien ha perdido algo de su esplendor original, debe perdurar en la Corte Suprema de Justicia. Si esta claudica, ceden los cimientos y la República colapsa en "arenas movedizas". En consecuencia, su tarea no es hacer política, sino interpretar y hacer jurisprudencia. Puesto que es el último custodio de la Constitución, la virtud de la prudencia es la que debe guiar su interpretación, no la discrecionalidad funcional a intereses políticos o privados; interpretar no es inventar. Su única lealtad es hacia la República, puesto que constituye el último bastión de su defensa.
Hannah Arendt se ha ganado un lugar privilegiado en la teoría política como representante lúcida del Republicanismo. Enalteció el autogobierno y la participación directa a través del sistema de consejos en desmedro de la representación. Sin embargo, en tono sorprendentemente conservador dijo en alusión al valor inexcusable de la auctoritas romana: "En este contexto [?] político [?] la tradición conservaba el pasado al transmitir de una generación a otra el testimonio de los antepasados, de los que habían sido testigos y protagonistas de la fundación sacra y después la habían aumentado con su autoridad a lo largo de los siglos. En la medida en que esa tradición no se interrumpiera, la autoridad se mantenía inviolada; y era inconcebible actuar sin autoridad y tradición, sin normas y modelos aceptados y consagrados por el tiempo, sin la ayuda de la sabiduría de los padres fundadores".
Doctora en Ciencias Políticas y licenciada en Filosofía