
“Haga justicia: mate a un meteorólogo”
Los ataques contra periodistas que informan sobre las previsiones climáticas generan preocupación y exponen la metodología de algunos grupos de streamers
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En todo tiempo, sobre todo en años recientes, ha habido insultos al periodismo. Ya teníamos suficiente con el revoleo al que el presidente Milei se ha asociado con entusiasmo, cuando advertimos que algunas piedras caían sobre la mesa menos esperada: la de los colegas de la información meteorológica.
Sirvió de pretexto el drama de Bahía Blanca y su población desde las 2 de la madrugada hasta las 15 de la tarde del viernes 7 de marzo, con la secuela de muertes y destrucción pavorosa que conmovió al país. Fue consecuencia de un fenómeno atmosférico originado en principio al oeste del pasaje de Drake, que separa América del Sur de la Antártida. Al avanzar desde región tan remota hacia el extremo sudeste de la provincia de Buenos Aires, descolgó 290 milímetros de lluvia en trece horas. Las aguas se ensañaron con la ciudad situada en la cuenca inferior del arroyo Napostá y de archisabidas deficiencias de planificación urbana.
Con sólo haber caído aquellos 290 milímetros 50 kilómetros más al este, se habrían perdido en el océano Atlántico y, de ese modo, no habría habido la memoria colectiva de una tragedia. Matías Bertolotti, meteorólogo graduado en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, de reconocidos servicios en los informativos en TN, recordó, al salir al cruce de dislates propalados contra la generalidad de los especialistas en su materia, que cinco o seis días con antelación al 7 de marzo habían anticipado el riesgo de que se produjeran inundaciones como las de 2003/2007 en Santa Fe.
Tanto es así, dice Bertolotti, que el 6 se suspendieron en Bahía Blanca, por el protocolo Naranja, las clases del día siguiente. Eso evitó que cientos y cientos de escolares estuvieran entre las 7 y las 8 de la mañana en las calles, en la hora fatídica en que el temporal arreciaría con la mayor potencia.
Los cronistas de política, de economía; los críticos de arte y espectáculos y, cómo no, los veteranos en coberturas deportivas se hallan familiarizados con los comentarios ácidos respecto de lo que han dicho o escrito, u omitido. Pero que se maltratara en términos brutales, como ha ocurrido con periodistas que difunden pacíficamente a diario noticias e interpretaciones sobre la evolución probable del tiempo, ha sorprendido por lo inhabitual e inadmisible de las imputaciones.
Tales mamporros se evaluaron la semana última, con el desconcierto natural entre los participantes que podrá imaginarse, en la Junta de Directores de ADEPA, la asociación nacional de diarios, revistas y sitios digitales. “Haga justicia, mate a un meteorólogo”. “Ojalá se mueran de hambre”. “Los meteorólogos son la peor m…que hay”, se despacharon streamers tan alejados de la ciencia meteorológica como de la educación y la prudencia; estuvieron cerca, en cambio, de las prescripciones del Código Penal.
Los streamers son hijos de la revolución más democrática en la historia de las comunicaciones, las de las nuevas tecnologías. Tipos que a veces apechugan la vida con transmisiones en directo de voces e imágenes, o haciendo idéntica labor en diferido por las redes. Puros aficionados, en su mayoría, que pueden utilizar como entretenimiento canales televisivos, por así llamarlos, caseros, o valerse de celulares. Los más afortunados logran acopiar publicidad o entrevistar al presidente de la Nación, a una ministra, o a un asesor presidencial distante y de aparentes ojos glaucos según denota el género fotográfico.
Me explicaron mil veces que es eso, en síntesis, lo que realizan los streamers más politizados, y nunca encontré en tal empeñoso rubro nada que no hubieran realizado con anterioridad generaciones de periodistas. Salvo por el detalle, oh, sí, de que estos hacen lo mismo, pero ajustados tanto a reglas éticas como al rigor profesional que demanda en cualquier orden el ejercicio responsable de un oficio.
Aquel mundo no poco volátil se transparenta a menudo en el insulto y lenguaje procaz como forma de contacto e impacto social. Su velocidad para influir con usos canallescos como está sucediendo en el remodelado de sociedades contemporáneas de Occidente depende no solo de tecnologías de fácil acceso, sino también de otros factores.
No es menor el de la complicidad que encuentran en figuras a quienes el destino ha conferido autoridad para ocuparse de los intereses superiores del Estado y no de paparruchadas de rango inferior. Pero ninguna temeridad, ninguna potencial represalia sería capaz de acallar el sentimiento solidario en el periodismo ante las agresiones gratuitas, injustas, insolentes que se han producido contra colegas que informan sobre asuntos cuya denominación genérica se ciñe a una palabra: tiempo.
No es novedad de que a costa de la meteorología haya prosperado un humor vulgar, aunque no ruin, como el de preguntar por qué los meteorólogos tienen pocos amigos, tras lo cual deviene la respuesta previsible: porque siempre dicen algo diferente. Y sí, la meteorología lidia a diario, como materia prima, con el sistema caótico de la atmósfera y sus variables innúmeras, que llevan a trabajar, en el más modesto de los observatorios, con un pluviómetro para medir la caída de lluvia; con una veleta indicativa de la dirección del viento; con termómetro ambiental, barómetro, y con un higrómetro, en fin, para mensurar el grado de humedad, y así.
En los viejos tiempos de LA NACION, sobre la terraza del edificio de Florida al 300, frente a El Ateneo, había un observatorio rudimentario de esas características. Recuerdo que lo confiaban a un rechoncho y apacible alemán, en exceso cándido para prevenir perrerías que se cometían por aquella época en la Redacción: a veces se asombraba por la magnitud de la precipitación habida en el día, sin barruntar que algún compañero había hecho una manipulación indebida del pluviómetro del diario con fluidos que prefiero olvidar. Después venían la confesión y disculpas del caso.
Mientras la Argentina dispuso de un entramado ferroviario de jerarquía apropiada a las proporciones imperiales del territorio -octavas, en extensión en el mundo-, los jefes de estación rendían cuenta de las lluvias en su jurisdicción. Lo hacían por telegrama. Las vicisitudes del tiempo y el registro de las bajas anunciadas en avisos fúnebres han sido siempre tema de amenas conversaciones entre gentes de toda condición.
Desde los cuarenta el Estado sistematizó la información meteorológica en un servicio que operó primero en el Ministerio de Agricultura y Ganadería (1943) y pasó más tarde a la órbita de la Fuerza Aérea; ahora, se halla incorporado, como organismo autónomo, al Ministerio de Defensa. A partir de los ochenta se comprendió en ciertas actividades, como en la producción agropecuaria, que resultaba útil, al menos para grandes establecimientos, disponer de información suplementaria de empresas privadas meteorológicas. Florentino Ameghino había sido uno de los primeros científicos en advertir, ya en el siglo XIX, la notable variabilidad climática del espacio chaco-pampeano.
La observación de los fenómenos atmosféricos ha mejorado crecientemente en los últimos cincuenta años. Quienes se desempeñan como meteorólogos concentran los estudios en qué pasará en las próximas dos semanas; los climatólogos, como Eduardo Sierra, quien se autoidentifica agrometeorólogo, y con razón, por sus señaladas prestaciones al campo argentino, procuran concentrarse, en cambio, en escalas más extensas. Qué ocurrirá, por ejemplo, en los próximos doce meses. ¿Vendrá El Niño, vendrá La Niña; será una campaña neutral?

Ambas ramas de una disciplina se valen de la red de radares con las que cuenta el país desde la estación instalada más al sur, en Ushuaia, y de prestaciones satelitales. “No todo el país está debidamente cubierto. Falta información suficiente para la región central de Buenos Aires y el NOA”, dice Leo De Benedictis, meteorólogo de Canal Rural.
Antes de ahora, streamers habían atacado a tontas y locas a los diarios por su tratamiento de las cuestiones del tiempo, franja de las ciencias exactas que analiza con modelos matemáticos, y elementos de la física y la química, el comportamiento de los fluidos atmosféricos. Ciencia exacta porque su base es matemática y porque es capaz de mensurar con anticipación la magnitud de su margen de errores; ciencia predictiva probabilística, también, porque trabaja con series históricas que la orientan, pero no de forma absoluta.
Si el conocimiento total de lo que vendrá fuera un requisito sine qua non no habría aviación comercial; sí, aviación militar, cuya misión esencial es alcanzar el objetivo ordenado, no trasladar de manera segura de un punto a otro a pasajeros y carga. La meteorología procura, como parte de su imprescindible asistencia a la sociedad, disminuir los márgenes de error en el pronóstico de la compleja y voluble interacción entre temperatura, vientos, humedad, precipitaciones, etcétera. Labor hoy más ardua que ayer por la afectación en aumento del comportamiento humano en la composición de la atmósfera.
En la portada del 19 de agosto de 1991 LA NACION anunciaba que a partir de la fecha ampliaba la sección meteorológica con informes contratados a Accu-Weather, proveedora de análisis meteorológico entre las más relevantes del mundo. La contraparte del acuerdo, con sede en Nueva York, había hecho saber que perfeccionaría sus entregas al cabo de tres o cuatro años.
Accu-Weather había fundado esa excusa en que el Hemisferio Norte se hallaba mucho más analizado que el Hemisferio Sur. Es cierto que las diferencias se han acortado; aun así, observa Sierra, subsisten diferencias: en el Hemisferio Norte se trabaja con 6000 observatorios, y aquí, con 1000, como mucho. Con todo, los satélites contribuyen a reducir la brecha.
No hay periodismo libre de pequeñas miserias, al igual que en otros oficios. Todavía sonreímos con una gacetilla de Clarín de hace más de sesenta años. Corresponde a la tapa del domingo 11 de enero de 1960. Llevaba por título “Lloverá” y seguía un texto con vacilaciones hamletianas que demudarían hoy a profesionales como Matías Bertolotti. Decía Clarín: “Lloverá. Tal vez no hoy. Quizá sí mañana. Y casi con seguridad, el martes”.

Tampoco en LA NACION hemos estado exentos de gazapos. Tiempo después de comenzar el servicio de Accu-Weather, informamos en una edición: “Precipitaciones para hoy: probabilidad del 50 por ciento”. El jefe del Servicio Meteorológico Nacional, un comodoro con algo de sangre en el ojo porque hubiéramos contratado a Accu-Weather, se apersonó ese día en mi oficina de secretario general de Redacción. Sin sentarse, puso la mano en el bolsillo del saco, lanzó una moneda al aire y, mientras la atrapaba entre las palmas, se ufanó triunfalmente, ignorando todavía si había salido cara o ceca: “Cincuenta por ciento es esto. ¿Por esto pagan ustedes?”. Pagábamos a Accu-Weather unos cuantos miles de dólares por mes.
Nunca más eso de cincuenta por ciento.

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