Hacia una utopía posible
¿Cómo intentar rebajarle al planeta una pizca de violencia en las disputas por el poder? Evocar al Tomás Moro del siglo XVI sería un buen comienzo. Al menos, para experimentar con utopías que nos acerquen a un diseño más amigable de los sistemas con los que la política viene gestionando los conflictos entre humanos. Sobre todo cuando el fanatismo, algo inseparable de la especie, se convierte en obstáculo para enriquecer niveles de comunicación y civismo.
Nada hay como plantear mal un problema para asegurarse de que nunca se habrá de encontrar la solución. Y nada hay tan inútil como insistir con respuestas probadamente ineficaces a desafíos complejos, si no se acepta, al menos: modificar el ángulo de análisis (pensamiento out-of-the-box), revisar sin prejuicios errores de apreciación (autocrítica), entender y aceptar la legitimidad de ideas ajenas (empatía), conceder algo de lo propio para acercarse al otro (solidaridad), proponerse establecer equilibrios más equitativos (ecuanimidad), reformular modelos de gestión para lo nuevo (profesionalismo), innovar desde paradigmas de ética e integridad (ejemplaridad).
El fanatismo puede reconocerse, a menudo, en ideas de apropiación de la verdad (a veces asociadas a antecedentes de inseguridad), impregnadas de una suerte de “convicción irrefutable e irrenunciable”. Suele estar conectado con situaciones de pasión irracional por concepciones extremas, posesivas o agresivas. Y también con prejuicios, intolerancia, provocaciones, inflexibilidad, discriminación, autoritarismo, idolatrías enceguecidas, desprecios y una empecinada impermeabilidad a atender razones, análisis o demostraciones que procuren aclarar, revisar o contradecir sus aseveraciones o creencias. Por eso, para encuadrar mejor el problema, sería bueno advertir que, en general, resultaría poco menos que absurdo procurar disolver cualquier bastión de fanatismo apelando únicamente a una discusión racional y, mucho menos, a una estrategia de desacreditaciones personales. Cualquier acción en esta dirección solo contribuirá a alimentar una escalada de desencuentros, descalificaciones u ofensas con final absolutamente improductivo. Y tampoco tendrá sentido un intento de evangelización forzada del otro, sin futuro. Porque el bloqueo impuesto por el pensamiento único seguirá blindándolo contra cualquier amenaza de revisión. Del laberinto se sale más fácilmente por arriba. Aunque la consigna pase, inicialmente, por tratar de jugar a construir una utopía posible.
No es infrecuente sorprenderse con gobiernos de distinto signo político que postulan medidas similares para enfrentar retos en algún área de su gestión. La clave, entonces, tiene que ver con la capacidad de quienes circulan por la vereda de enfrente del ideario atravesado por el fanatismo, de comprometerse a revisar críticamente sus propias creencias y estrategias y descubrir puntos de tangencia amistosos con las ajenas. Aceptando la posibilidad de reformular los paradigmas de convivencia democrática, no desde la descalificación ni desde la confrontación especulativa, sino desde un marco colaborativo, confiable y respetuoso, que habilite superar trabas con una mirada diferente: descubrir primero las propuestas, los objetivos o los planes ajenos con los que sí se coincide, elaborar acuerdos y –juntos o sin sacrificar identidades– enarbolar la bandera de los valores comunes que, en un destino compartido, los estimulen a probarse enriqueciendo la discusión constructiva y desarrollando un plan estratégico de país que, con trabajo y perseverancia, ilumine el camino virtuoso de crecimiento de una sociedad más igualitaria, solidaria y tolerante. Por asociación, sumando votos. O por una sana competencia de ventajas comparativas en estilos de ejecución, valor agregado ideológico de las no coincidencias o confianza en los liderazgos.
La utopía posible pasa por serenar las tensiones, conversando y despertando, en el fanatismo, la curiosidad por descubrir en el otro, mansamente, el esfuerzo por mejorar el modo en que son percibidas sus propias ideas, superando diferencias y construyendo consensos con nobleza desde todo en lo que sí se parecen. Antes de que sea tarde. Y achicando distancias para enderezar, por ejemplo, el rumbo de una república, avanzando hacia una convivencia democrática más madura y civilizada. Así será más fácil que los sueños se cumplan. Y las utopías también. A Nelson Mandela, seguramente, se lo tendría de socio: “Si usted quiere hacer las paces con su enemigo, tiene que trabajar con su enemigo. Solo así se convertirá en su compañero”.