Hacia una Justicia menos hermética y más transparente
La absolución del expresidente Menem, dictada por la Cámara de Casación en el juicio por el contrabando de armas, plantea serias dudas de que algún día llegue a modificarse seriamente el hermetismo en que se fundan el proceder de la Justicia y sus fallos. Un cuarto de siglo llevó a los jueces investigar el presunto delito, arribando finalmente a un dictamen absolutorio e incomprensible para el ciudadano común, que de este modo termina descreyendo aún más de la ecuanimidad del Poder Judicial. Las estadísticas lo confirman. Según una encuesta sobre la percepción de la Justicia realizada en 2017 en el Área Metropolitana de Buenos Aires, el 78% de los consultados tiene una imagen negativa o muy negativa de esta institución.
Hay buenas razones para la desconfianza ciudadana. Las instituciones de la Justicia siguen siendo burocráticas, distantes y hasta deshumanizadas. Su lenguaje críptico y sus fórmulas vetustas resultan extemporáneas. Tal vez pasaron de moda las togas y las pelucas, pero la venda de la Justicia ya no simboliza la imparcialidad: es el equivalente, en el plano judicial, de la caja negra del Estado. La venda cubre los ojos del ciudadano, que no puede ver ni comprender cómo los jueces llegan a una decisión, cuáles son los reales fundamentos, por qué las supuestas garantías que otorga el proceso judicial requieren un aparato institucional lento, pesado, con múltiples instancias, trampas y recovecos, destinados principalmente a preservar y reproducir los intereses corporativos de sus integrantes.
Para legitimarse, la Justicia se ha rodeado de mitos que intentan avalar su pretendida ecuanimidad: "Todos los ciudadanos son iguales ante la ley"; "nadie puede alegar ignorancia de las normas". La Justicia desconoce así las profundas diferencias sociales, los estigmas y prejuicios que anidan en sus instituciones, la brecha educativa existente en la población. El acceso a la Justicia es desigual y no puede sino serlo en una sociedad intrínsecamente desigual. El acceso a la Justicia es un espejo de la desigualdad.
¿Qué derecho le asiste a la ciudadanía para ejercer su condición de mandante de funcionarios judiciales que no son más que agentes a los que les confió la función de administrar justicia? La respuesta está en los principios de una nueva corriente, todavía incipiente, que plantea la necesidad de una Justicia cuyos procesos se caractericen por la apertura y la transparencia: Justicia Abierta, un derecho fundamental que fija lineamientos a los tribunales para lograr mayor visibilidad al permitir que el público vea y escuche los juicios en tiempo real o a través de los medios; o publicando el contenido y documentos de los archivos judiciales, con transcripciones de declaraciones, para que las decisiones estén disponibles para su revisión en un formato fácilmente accesible y comprensible para el ciudadano y los medios. Esta comprensión ciudadana supone, en cierto modo, una respuesta a una pregunta formulada 20 siglos atrás por el poeta Juvenal: Quis custodiet ipsos custodes?, o sea: ¿quién vigilará a los vigiladores? O ¿quién juzgará a los gobernantes? O ¿quién nos protegerá de ellos?
Desde la perspectiva del ciudadano, los roles de sus mandatarios -legisladores, gobernantes y jueces- consisten, primero, en interpretar la voluntad colectiva respecto de las opciones de política que mejor consulten el interés general de la sociedad; segundo, en ejecutar las opciones que el legislador haya convertido en normas jurídicas, y tercero, juzgar si su aplicación ha respetado su espíritu y se ha ajustado a derecho, sancionando y puniendo su incumplimiento. Como mandante y beneficiario de estos servicios públicos, el ciudadano paga por ellos a través de sus impuestos. Por lo tanto, le asiste el derecho de conocer qué hacen esos funcionarios, cómo lo hacen y qué resultados logra su trabajo. Al igual que un patrón se interesa por la labor de sus subordinados.
La cuestión es muy antigua. Ya en La República, Sócrates dialoga con Platón sobre la sociedad perfecta y se refiere a la clase gobernante como la encargada de proteger la ciudad (la ciudad-Estado griega). Sócrates pregunta quién nos protegerá de los protectores y Platón responde que "ellos se cuidarán a sí mismos". Porque para Platón los guardianes de la sociedad deben convencerse de ser, como individuos, más virtuosos que aquellos a los que sirven, tener un comportamiento ejemplar, sentir aversión por los privilegios y las prerrogativas, por lo que solo llegarían a los más altos cargos quienes poseyeran un conocimiento de la función de gobierno fundado en la rectitud y la ecuanimidad, con desprendimiento de toda ambición y codicia de poder. Para personas con tales cualidades no haría falta un vigilante. La experiencia histórica se encargaría de desmentir a Platón.
Más cerca en el tiempo, el filósofo Jeremy Bentham sostenía que la publicidad es el alma de la Justicia, la más eficaz salvaguarda del testimonio, que asegura, gracias al control del público, la veracidad y, sobre todo, porque favorece la probidad de los jueces al actuar como freno en el ejercicio de un poder del que es tan fácil abusar. Esto fue escrito en 1823. Curiosamente, muchos de los criterios de Bentham para un sistema judicial efectivo se cumplían en la antigua Atenas, con instituciones extremadamente efectivas en agregar información entre sus miembros, en realizar juicios colectivos, con tribunales populares y jurados compuestos por decenas o cientos de personas, cuyos dictámenes poseían alta calidad epistémica. Porque un pequeño jurado podía ser sobornado o amenazado, pero era difícil sobornar o amenazar a un gran jurado.
En definitiva, el nudo de la cuestión es quién tiene el poder y cómo lo usa. La información es el recurso de poder que está en juego en este caso, ya que el ciudadano, la parte principal en la relación con su agente, el Estado, no llega a conocer adecuadamente si ese agente cumple, efectivamente, con el mandato otorgado. Y la disposición de algunos agentes "virtuosos" a someterse a las reglas de la transparencia, la corresponsabilidad y la rendición de cuentas resulta a todas luces insuficiente.
Cuando la información "no tiene dueño", por así decir, puede perder valor como recurso de poder y, de este modo, puede reducir la asimetría en su posesión. Por eso, todo esfuerzo que se realice para aumentar o mejorar la calidad de la información debería servir a una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre principal y agente, entre ciudadanía y Estado.
¿Quién tiene la llave para producir esa apertura? El problema real es que son muchas las cerraduras y los cerrojos que requieren ser abiertos. No existe una llave maestra ni un solo cerrajero. Todavía son pocos, más allá de la retórica, los que, desde el propio Poder Judicial, están dispuestos a romper los candados. Y desde la ciudadanía, salvo episódicas manifestaciones, no existe una vocación sostenida para desempeñar el legítimo rol que le cabe como custodio de los custodios. Ojalá se multipliquen los cerrajeros dispuestos a abrir las puertas de los tribunales. Porque una Justicia tardía y cerrada no es Justicia.
Investigador titular de Cedes, área política y gestión pública