Hacia un nuevo progresismo
La política argentina es única en su género. No solamente porque nunca terminamos de decidirnos entre la república y el caudillismo distributivo, sino además porque nuestras coordenadas están significativamente corridas a la izquierda. Incluso el gobierno de Cambiemos, denunciado como un emergente de la derecha y el establishment, ha asumido en la práctica la forma de una socialdemocracia edulcorada, postergando al infinito toda reforma para evitar costos sociales.
En buena medida, este rasgo de la política nacional se origina en una interpretación simplificada de la realidad: mientras que un gobierno con sensibilidad social sube los impuestos y reparte plata, una administración que reduce el gasto público abandona a los vulnerables y gobierna para los ricos. La única dimensión que importa es la distributiva y cualquier variable económica que obstruya el reparto es denunciada como una ficción ideológica de la propaganda neoliberal.
Desde la publicación de su Teoría de la Justicia, John Rawls se ha convertido en el gran referente teórico del igualitarismo. Su premisa fundamental es que todos los recursos surgen de la cooperación social, y como todos cooperamos para generarlos, tenemos derecho a una porción igual. Sin embargo, Rawls también es consciente de que cuando las personas carecen de incentivos para producir, la torta se reduce. Por esa razón, admite que existan desigualdades de ingreso siempre que mejore la situación de los más vulnerables respecto de una distribución estrictamente igual.
En sociedades que han alcanzado cierto grado de desarrollo, este ideal se traduce en servicios públicos universales financiados mediante impuestos progresivos. Pero en otros contextos puede requerir medidas alternativas. Ese parecería ser el caso de la Argentina: si no podemos evitar que un tercio de la gente viva en la pobreza aun cobrando impuestos socialistas, es evidente que el problema no es tanto distribuir mejor, sino más bien producir más.
Así, el desafío del igualitarismo es volver la economía más competitiva sin abandonar a los vulnerables. Y para eso se deben ensayar nuevas recetas. Si el estado de bienestar universal lleva al país a la quiebra habría que considerar seriamente pasar a un esquema de políticas sociales focalizadas en el que nadie reciba gratis servicios que puede pagar, incluyendo salud, educación y pensiones además de la luz. De otro modo, los pobres seguirán costeando los privilegios de la clase media y la carga fiscal acabará deglutiéndose el crecimiento.
Por supuesto, la nueva receta pondrá nerviosos a los progresistas. No en vano son la tribu más conservadora del arco político. Tal vez sea hora de que reconozcan que sus prejuicios nos han convertido en un país pobre y que su tendencia al pensamiento mágico "emancipador" es un vicio pequeño burgués que pagan siempre los que menos tienen.
Doctor en Teoría Política por la University College London e investigador del Conicet. Premio Konex a las humanidades (2017)