Hacia la calidad democrática
Vivimos una crisis de representatividad y de capacidad de respuesta de las instituciones republicanas a los desafíos del presente y del futuro, y debemos afrontarla. Por eso es preciso dar un salto hacia la calidad democrática, que es también dar cumplimiento a las leyes vigentes.
Durante las pasadas décadas el progresismo imperante intentó hacernos creer que proteger al desvalido significaba gravar, retrasar y hasta condenar al sobresaliente. Esta filosofía del conformismo tuvo como consecuencia nivelar para abajo sistemáticamente en todos los aspectos de nuestra organización social.
Intentemos una analogía deportiva: imagínese si un equipo que se conforma solamente con no descender, tendría chances de pelear un campeonato. Es imposible. Para lograr buenos resultados es necesario exigirse colectivamente, apuntando a ser mejor.
Esto, necesariamente, implica buscar liderazgos que representen ese ideal. No sería correcto elegir un capitán exclusivamente porque representa una minoría o designar como abanderado en una escuela a alguien que no es el mejor alumno, sólo para evitar que esta persona se sienta ofendida. De esta manera se destruyen los incentivos para hacer las cosas bien. Da lo mismo esforzarse que no hacerlo.
En términos políticos, el razonamiento es el mismo y está mayormente justificado. Porque los funcionarios públicos, a la vez que brindan un servicio social, tienen un rol ejemplificador. Es decir, que tanto por la responsabilidad que significa ejercer un cargo de manera eficiente, como por su rol de liderazgo de cara a la sociedad, la política debe ser ejercida por personas preparadas técnicamente, con experiencia comprobable y trayectoria intachable.
La democracia de calidad, la que conduce los destinos del pueblo hacia mejores horizontes a largo plazo y de manera más sostenible, va de la mano de liderazgos ejemplares y de una ciudadanía responsable, que se informe y sepa qué demandar, en una constante rendición de cuentas a sus representantes.
La sociedad debe exigir a sus representantes incluso más de lo que se exige a sí misma y la política debe tomar en serio su rol y estar a la altura. De otra manera, el contrato social entre el pueblo y el Estado se rompe y la confianza no se recupera fácilmente.
En particular, la educación formal no garantiza la calidad profesional o personal de una persona. Pero el piso educativo obligatorio para todos los ciudadanos argentinos no puede encontrar una excepción justamente en los espacios de mayor responsabilidad y liderazgo.
Las ofertas son variadas y disponibles, y quien quiera representar a sus conciudadanos en la Legislatura, como candidato a Jefe de Gobierno, o en la Junta Comunal, debería hacer este esfuerzo básico de completar la escuela secundaria, no sólo para dar cumplimiento a lo que establece la legislación vigente, sino también como señal de respeto y compromiso con la labor que quiere desempeñar, mucho más en este país que supo ser reconocido por su nivel educativo.
La República Argentina desplegó, como política de Estado, la alfabetización de la población desde mediados del siglo XIX. Ya en las presidencias fundacionales del orden constitucional, comenzó la construcción de nuevas escuelas, lo que cobró un fortísimo impulso a partir de Sarmiento, que no sólo se preocupó por la expansión de la educación primaria, sino también por la formación de los docentes, la fundación de bibliotecas y por la promoción de las ciencias. Las sucesivas administraciones, de distintos signos políticos, durante decenios prosiguieron esa senda ascendente, y la consecuencia fue un rico acervo cultural y científico en la Argentina.
En 1869, el primer censo mostraba que casi el 80% de la población era analfabeta, pero eso no fue la excusa para lamentaciones, sino el impulso para fundar escuelas en cada rincón del territorio argentino. Aspiramos a más y nos superamos.
Somos el país latinoamericano con más premios Nobel. Hemos producido escritores de escala universal. Tenemos investigadores que se siguen destacando en el mundo. Debería avergonzarnos cuestionar que un legislador o un Jefe de Gobierno deba presentar el título secundario. La pauperización de nuestro debate político, teñido de demagogia, es el resultado del guiño cómplice al facilismo.
La idoneidad es un concepto dinámico vinculado a los cambios vertiginosos en el campo del conocimiento, resultado del aprendizaje constante de nuevas habilidades. Mientras en otros países se estimula el avance educativo, que es la mejor herramienta para la movilidad social ascendente, en Argentina nos anclamos en la romantización de quien incumple con la ley, perpetuándonos en una visión pobrista de la vida.
La crisis de representatividad está estrechamente vinculada con la incapacidad de dar respuestas eficaces a las demandas de la ciudadanía, y es por eso que la exigencia del título secundario –y mejor aún si tiene terciario o universitario- es un primer paso hacia la calidad democrática. Ya es tiempo de buscar criterios de excelencia en la función pública, para dar el salto cualitativo hacia mejores leyes y administración de los asuntos públicos.
El gobierno útil, el gobierno que sirve de la mejor manera a los ciudadanos, es el ejercido con transparencia, eficiencia y criterio. No nos merecemos, ni debemos conformarnos con menos.
Diputado de la Ciudad de Buenos Aires (Republicanos Unidos).