Hacia el bicentenario de Bartolomé Mitre
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Dentro de pocos meses, el 26 de junio, se cumplirá el bicentenario del nacimiento de Bartolomé Mitre.
Hijo de porteña y oriental, vio la luz en Buenos Aires cuando el país estallaba en pedazos y cada provincia asumía la conducción de sus propios destinos. Después de una permanencia con su familia en Montevideo, su padre decidió que “se hiciera hombre” en la estancia de Gervasio Rosas. Mas el adolescente no era afecto al lazo y al arreo de tropillas, y se detenía a leer bajo cada árbol que aparecía en su camino. Un día, su patrón le ordenó cruzar el Salado en pleno temporal para llevar un mensaje a la otra banda. Iba a cumplir su cometido cuando lo frenó un paisano rubio de imponente estampa, que al hacerlo le salvó la vida: era Juan Manuel de Rosas. A pesar de ser luego su constante adversario, Mitre no se desprendió jamás del retrato de quien lo había librado de una muerte segura.
Emigrado en varias ocasiones desde 1837, cuando logró huir a Montevideo, su trayectoria se vinculó entrañablemente con las de Uruguay, Bolivia, Perú, Chile. Periodista, soldado, inspirador de vocaciones intelectuales, en cada una de esas naciones dejó su impronta o estudió su cultura. En Montevideo escribió fogosos artículos en distintos periódicos mientras se batía con las fuerzas sitiadoras de Oribe como oficial artillero. El pesado servicio no le impedía registrar en un diario sus copiosas lecturas cotidianas y apuntar convencido: “Yo me siento con grandes aspiraciones y tengo la pretensión de creer que existe en mí el germen de alguna cosa”. Soñaba, como le escribía a su amigo el refugiado italiano Giovanbattista Cúneo, con luchar desde la política y con las armas por el engrandecimiento de su patria.
En Bolivia escribió Soledad, la primera novela sudamericana. Tras la revolución del coronel Belzu, que concluyó abruptamente sus servicios como soldado y periodista, cuando era arrastrado por belicosos guardianes hacia la frontera del Perú, se detuvo en las imponentes ruinas de Tiahuanaco para registrar con afanoso interés observaciones que le permitirían escribir uno de los libros precursores de la arqueología americana. Y en Chile afiló todavía más su pluma asociando su nombre a diarios que aún hoy gozan de reconocido prestigio en la prensa mundial.
Marchó con Sarmiento y Paunero contra Rosas en la campaña que, al mando de Justo José de Urquiza, culminó en Caseros. Concluida la batalla con el triunfo del Ejército Grande, se enfrascó en el periodismo y fue diputado ante la Legislatura porteña. Cuando Buenos Aires se segregó del resto de sus hermanas y desechó compartir la gloria de rubricar la Constitución Nacional de todos los argentinos, Mitre acompañó aquel movimiento, pero desde las páginas de Los Debates subrayó que el destino de la “hermana mayor” separada no era, como querían algunos, la independencia, sino el retorno al seno de la patria común.
Mientras el país se reorganizaba bajo la presidencia de Urquiza en la Confederación Argentina, Buenos Aires acentuaba su segregación declarándose Estado. A su servicio, Mitre ocupó diversos puestos de primera línea y paralelamente ejerció el periodismo, reunió documentos esenciales que posiblemente se hubieran perdido y escribió una de sus obras señeras: la Historia de Belgrano. Hasta que en 1859 se rompió el precario statu quo para acudir a las armas en pro de alcanzar la unión nacional. Urquiza venció en Cepeda a su antiguo subordinado, ahora general en jefe porteño. Sin embargo, este, líder del influyente partido nacionalista, alcanzó el gobierno de Buenos Aires, que había vuelto a ser provincia tras el Pacto de Unión Nacional. Los esfuerzos en favor de la paz no fructificaron y ambos ejércitos volvieron a enfrentarse dos años más tarde en los campos de Pavón. A Mitre, esta vez triunfante, le tocó encarar el proceso de reconstituir la nación.
Como tantas veces en nuestra historia, el camino no estuvo libre de acechanzas, enfrentamientos crueles y copiosa sangre derramada. El encargado del Poder Ejecutivo y después presidente cifró en pocas palabras su proyecto realista, al responder a una carta en que se le reclamaba doblegar a sangre y fuego a los adversarios: “Debemos tomar a la República Argentina tal cual la han hecho Dios y los hombres, hasta que los hombres, con la ayuda de Dios, la vayan mejorando”.
Entró pobre a la presidencia (1862) y salió de ella igualmente pobre, a punto tal de tener que desprenderse de sus pocas pertenencias de valor para encarar la empresa de fundar un nuevo diario de significativo nombre: La Nación, y convertirlo en “tribuna de doctrina”.
La prolongada guerra del Paraguay, que se llevó hombres y bienes y obligó a esfuerzos extraordinarios, durante la cual fue comandante en jefe de los ejércitos aliados por casi tres años, y las revoluciones en el interior no impidieron que se concretaran obras de trascendencia. Cuando su sucesor Sarmiento lo acusó de haberse encontrado por toda herencia en el despacho presidencial con unos sillones fritos en grasa como único mobiliario, un coche de alquiler para trasladarse y una escolta impaga por varios meses, Mitre respondió que él había recibido al hacerse cargo del gobierno, como único recurso, “una onza de oro falsa y dos monedas de plata de mala ley”. Y agregó: “Sobre esta base se organizó la renta y el tesoro nacional, que ha dado lo bastante para reorganizar la República, hacer ferrocarriles y telégrafos, fundar escuelas [entre ellas los colegios nacionales en las capitales de provincia] y asegurar la victoria dentro y fuera; pero que no ha alcanzado para renovar las sillas y sofás”.
Senador, embajador ante Paraguay y Brasil en momentos en que volvía a peligrar la paz, jefe del Partido Nacionalista hasta la última década del siglo XIX, asumió a desgano el mando de los sublevados contra el gobierno nacional en 1874 y aprovechó las sombrías jornadas de la prisión en Luján para escribir las páginas iniciales de su magistral Historia de San Martín.
Sin dejar de ser un partícipe de primera línea en los acontecimientos políticos de la República, con los aciertos y errores propios de todo ser humano, no abandonó ni por un instante su vocación intelectual. Pocos hombres públicos, aquí y en el extranjero, tuvieron la capacidad y la voluntad de colgar diariamente la espada y cerrar las carpetas que guardaban difíciles cuestiones administrativas para enfrascarse en la lectura e interpretación de códices y documentos, con afán de pedagogo que buscaba en el pasado enseñanzas para su tiempo y para las generaciones futuras, y con el deleite del erudito que sentía inenarrable emoción al palpar las páginas de los libros curiosos o raros con que formó su extraordinaria Biblioteca Americana.
El día en que cumplió ochenta años, pronunció ante una multitud estas palabras que suenan como anhelo generalizado y aún no enteramente cumplido: “Nos falta determinar y dar temple al carácter nacional, formar nuestras costumbres constitucionales, purificar la vida política, animar el espíritu público, aprender a gestionar nuestros propios negocios y a gobernarnos por nosotros mismos; en una palabra, nos falta completarnos; pero con todas estas deficiencias podemos esperar con serenidad los días que vendrán, porque en verdad ninguna nación ha hecho más en menos tiempo para merecer vivir en los tiempos y ser feliz”.
Mitre murió en su amada Buenos Aires el 19 de enero de 1906, y es justo que este año el país lo recuerde como uno de los fundadores de la Argentina moderna.
Expresidente de la Academia Nacional de la Historia
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