Hacer de la memoria un patrimonio común
El examen sobre los años 70 es tan necesario en el campo de los crímenes perpetrados por la dictadura como en el de la violencia contraestatal, partiendo de la base de que esta última no justifica el terrorismo de Estado
Hay una responsabilidad que nos cabe en la tarea de reflexión crítica indispensable al cumplirse 40 años del golpe de Estado de 1976 y de la implantación, con apoyo civil, de la atroz dictadura militar autodenominada "Proceso de Reorganización Nacional", que hizo de aquel 24 de marzo una de las fechas clave del siglo XX en la Argentina. No se trata de aspirar a una memoria o una evaluación unificada de tan traumático acontecimiento, sino de contribuir a lograr el marco de convivencia en el que el diálogo reemplace al grito y a la imposición simbólica, y sea posible el disenso. De tal modo, el Club Político Argentino, como asociación civil y espacio de reflexión, y con toda humildad, se propone pensar junto a la comunidad de la que es parte.
Pasaron 40 años de aquel golpe militar, que fue, en verdad, un momento central de un conjunto de acontecimientos sobre los que existiría, entre los argentinos, un fuerte consenso. Sin embargo, este consenso sería, en algunos puntos, más aparente que real.
El pasado no se puede cambiar. Pero sí se puede cambiar la manera de sobrellevarlo. Tal vez sea hora de replantear la forma en que convivimos con esa parte de la historia. Ese replanteo posible reconoce, no obstante, dos pilares sólidos: la democracia y los derechos humanos. La experiencia del despotismo implantado en 1976 con el respaldo de vastos sectores sociales y políticos golpeó tan fuerte sobre los argentinos que constituyó, a diferencia de todos los autoritarismos anteriores, la base vital sobre la que se erigió la más firme adhesión a la democracia como único régimen político legítimo. Esa adhesión, inédita hasta entonces (los juegos de la democracia y del autoritarismo eran intercambiables), parece destinada a ser definitiva.
Por otra parte, la cuestión de los derechos humanos ganó una entidad excepcionalmente importante a partir de la experiencia del terror de Estado. El hecho de que haya sido al amparo del propio aparato estatal que se cometieron en masa actos de represión ilegal introdujo una comprensión dolorosamente nueva del valor de la vida y sus derechos inalienables, del valor de la ley y el orden jurídico, de la responsabilidad del poder, de los peligros de su arbitrariedad. Que podamos deliberar sobre nuestros padecimientos como sociedad es un signo de nuestra madurez. El tiempo transcurrido sirvió para encarar el tema, y bienvenido ese camino, por duro que haya sido. Se han expresado organismos y particulares. Se han contado pasajes de aquellos años. Se ha avanzado en la búsqueda de la verdad y se han escuchado muchas voces.
Sin embargo, por los modos con que fueron frecuentemente formuladas, las cuestiones de la represión ilegal y de los derechos humanos ocluyeron la puesta en tela de juicio de la violencia política en general y de la violencia política de cuño radical y revolucionario en la Argentina de los 70 en particular. Sucesivamente, las figuras de "inocencia" y "heroicidad" pretendieron dar cuenta de la cuestión, aunque para resolver problemas y conquistar adhesiones de muy diversa índole. Pero lo hicieron, en el caso de la primera, al precio de despojar de responsabilidad a todos los que habían sido protagonistas de la violencia política radical de los 60 y 70, hayan sido o no víctimas de la represión estatal posteriormente. Y, en el caso de la segunda, al precio de bendecir los métodos de la acción revolucionaria. Con la coartada del rechazo a la teoría de los dos demonios -que por cierto adolece de graves fallas-, la violencia política contraestatal no fue condenada, sino reivindicada. Se incurrió así en una forma de memoria maniquea y sesgada, difícil de compartir por muchísimos argentinos. En el fondo, esto hizo patente que gran parte de la generación protagonista de la violencia contraestatal estuviera lejos de examinar críticamente su experiencia, y esa ausencia de examen crítico proyectó su sombra sobre una parte de las nuevas generaciones, que abrazaron la narrativa épica. La ausencia de examen crítico de la violencia política permitió con frecuencia una instrumentalización de los derechos humanos: el tratamiento de las violaciones de éstos no salió de su cauce jurídico, pero fue vivido, por muchos, más como venganza que como justicia. La nulidad de las leyes de amnistía declarada por la Suprema Corte fue un paso necesario, y permitió la apertura de numerosas causas y la condena de muchos responsables de la represión ilegal; sin embargo, dio lugar a una manipulación que contaminó la justicia y desencarriló los procesos, al sobrepolitizarlos y sesgarlos ideológicamente, lo que se reflejó en maltratos a los encausados y condenados. En otras palabras, procesos y condenas fueron insertados en una narrativa ajena a la inmensa mayoría de los argentinos, en lugar de fortalecer el consenso de un piso jurídico político de todos.
En muchos casos, la negativa al examen de la violencia política contraestatal expresó la fuerte reticencia a cuestionar antiguas convicciones y certezas sobre el fundamento ético de las acciones y creencias de aquellos años. Pero otro tanto puede decirse de quienes, seguramente con las mejores intenciones, llaman a la reconciliación, al perdón y al diálogo desde el campo de los que no fueron opositores a la dictadura militar y tampoco sus víctimas, o de quienes no se sintieron adherentes a aquel régimen (aunque le proporcionaron un respaldo en los primeros años de la represión o durante la Guerra de Malvinas), pero tampoco fueron sus opositores activos; esto es, la inmensa mayoría de la población argentina. En estos sectores obra, además, el argumento justificatorio del alcance de la violencia contraestatal y sus víctimas (y el sentimiento de vulnerabilidad infundido). El primer problema es que tal argumento justifica lo injustificable, porque nada de lo ocurrido antes del 24 de marzo de 1976, por muy abominable que haya sido, justifica la represión estatal ilegal y las violaciones de los derechos humanos acontecidos desde esa fecha.
El reconocimiento de este quiebre, en lugar de la búsqueda de una justificación moral y política a lo que no la tiene, debería ser un primer paso indispensable. La única base sólida de un posible diálogo auténtico debería ser la admisión de que no hay simetría, de que el terror de Estado no puede ser pensado en esos términos. Una tarea de introspección debería ser el primer paso hacia ese diálogo, cuyo segundo paso sería la emisión de testimonios de los actores de la represión estatal ilegal. La reconstrucción de la verdad debería ser colocada en un primer plano. El espíritu de cuerpo o la lealtad personal no deberían anteponerse si realmente se buscan el perdón y la reconciliación.
La introspección, el examen de los actos y de las creencias que los motivaron no son menos necesarios en el campo de la violencia contraestatal que en el de las violaciones de los derechos humanos o en el de los sectores de las generaciones más recientes que de un modo u otro comparten visiones legitimadoras de aquel pasado. Este examen abre las puertas a la reconciliación entre quienes ya no piensan del mismo modo que en aquel entonces o sobre aquel entonces. Ya no son como en aquel entonces.
Las sociedades sanas saben que para seguir adelante deben haber curado sus heridas, lo que no significa dejar de sufrir. La tragedia de los 70 desgarró a los argentinos. Habremos de aprender a vivir con el duelo y el dolor. Los hechos pasaron, pero sus consecuencias siguen entre nosotros. Es preciso transformar el sufrimiento en carácter para construir, entre todos, una sociedad que no olvide, que no repita errores y que se fortalezca para llevar con entereza todo su pasado. Esto no debería tener nada que ver con una "industria de la memoria", superficial, reiterativa, banalizadora, que encapsule la historia y la tragedia en narrativas parciales. Una memoria convertida en patrimonio común de todos los argentinos está a nuestro alcance, pero es preciso un esfuerzo importante para lograrla.
Presidente, vicepresidente y secretario del Club Político Argentino