Hacen falta tres para bailar el tango
Frente a los conflictos, y especialmente cuando ellos empiezan a parecernos insolubles, a menudo reclamamos diálogo, y confiamos en él como una vía posible de escape hacia una situación más pacífica y armónica. Esta tendencia es digna de ser compartida, pero no sin alguna aclaración.
El diálogo es, etimológicamente, un intercambio de ideas entre dos personas. Así como hacen falta dos para bailar el tango, también el diálogo requiere al menos dos interlocutores. Pero convendría advertir que la pareja de bailarines no se basta a sí misma: requiere música. Algún rezongo de bandoneón que sirva de marco común a sus firuletes.
De modo semejante, el diálogo necesita su marco. Los que dialogan deben compartir un mismo lenguaje, concepto que no se agota en la elección del idioma (gracias a los intérpretes, es posible dialogar en idiomas diversos): aun en castellano, es preciso que cada uno asigne a los conceptos aproximadamente el mismo contenido que el otro. Es fácil ver hasta qué punto esta condición falta cuando, entre nosotros, se habla de libertad, de democracia, de justicia o de igualdad.
Pero, además, se necesita que, cualquiera que sea el abismo que los separe, los dos interlocutores tengan la voluntad común de llegar –si pueden– a un acuerdo. De nada sirve dialogar si alguno solo desea ganar tiempo, haciéndoselo perder al otro. O si –como ocurre a veces– ofrece conversar para provocar entre los adversarios una división entre palomas dialoguistas y halcones altaneros, sin la menor intención de acordar con unos ni con otros.
Supuesto que sea el sometimiento a los límites iniciales del diálogo, habrá que ver cómo puede desarrollarse la conversación con alguna perspectiva favorable, aunque sin garantía alguna de arribar al fin propuesto. Es posible imaginar tres etapas, no necesariamente separadas, pero sí conceptualmente distintas.
En la primera etapa, cada parte expresa claramente su objetivo, mientras la otra, sin discutirlo, pide y obtiene las aclaraciones y precisiones que considere relevantes según su propio criterio. Esto sirve para delimitar la controversia.
En la segunda, cada parte expone los argumentos favorables a su posición, con el propósito de persuadir a la otra, en todo o en parte. En este momento, es importante que los argumentos de hecho, de ser controvertidos, puedan someterse a prueba, y que los argumentos valorativos integren, dentro de la posición de quien los propone, un sistema de pensamiento internamente coherente, aunque no sea compartido por la contraparte.
En la tercera, las partes admiten la identificación de los puntos subsistentes de desacuerdo y entablan una negociación, donde las diferencias cuantitativas y cualitativas del poder del que cada parte disponga son invocadas, esgrimidas e inevitablemente sufridas.
Si tampoco se llega a un acuerdo negociado, la última etapa ideal consiste en relevar los desacuerdos, comunicarlos a terceros interesados junto con los argumentos sobrevivientes de la segunda etapa y, eventualmente, someter el conflicto a decisión judicial, arbitraje o elección democrática. O bien mantener viva la controversia para sujetarla a intentos posteriores.
En todo caso, no es útil confundir diálogo con imposición, con estratagema, con acusaciones personales o con insultos de ida y vuelta. Todas estas incidencias existen sin duda, pero tienen otros nombres. Una cosa es Troilo y otra es Wagner.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)