Hace falta una profunda transformación
Para interrumpir la decadencia de un país no basta con cambiar cientos de artículos del ordenamiento jurídico. Se requieren esencialmente dos cosas: una cosmovisión y una profunda transformación institucional. Deleuze lo explicaba mejor que nadie: muchas leyes y pocas instituciones tienden a la tiranía; muchas instituciones y pocas leyes fortalecen la democracia.
Tanto la ley ómnibus como el decreto de necesidad de urgencia propuestos por el Gobierno han sido un error político y conceptual, porque partieron de una premisa errada, que la etimología lo explica a las claras: con la excusa del shock, se quiso instituir (imponer) y no constituir (consensuar) un cambio de envergadura. No se trata de gradualismo ni de malas artes políticas, sino de sentar las bases para un cambio duradero y sostenible, que permita no solo una sociedad gobernada por la ley, sino instituciones que establezcan una praxis apropiada a las necesidades de sus ciudadanos. Eso se logra con propuestas normativas claras y jerarquizadas por importancia, no mezclando todo con supuesta picardía, ni escondiendo los grandes cambios en un articulado incomprensible.
La clave pasa por recomponer el tejido institucional y no por imponer leyes al manchancho. Del derecho como fuerza de cambio y no como un sistema de opresión, en el que nadie sabe qué está vigente y qué no; más aún, en el que se abre la caja de Pandora para que los pícaros de siempre hagan lo suyo y preserven y hasta mejoren sus privilegios, vaya paradoja: el “contra la casta” pasó a ser el terreno fértil para la casta.
Pero es tiempo de pasar la página de las críticas e ir a lo concreto y práctico, porque con muy pocas excepciones todos queremos lo mejor para el país. Hay tres conceptos centrales sobre los que la sociedad y los poderes del Estado deberían poner toda su atención: transformación laboral, impositiva y reforma del Estado. En rigor, son mucho más que conceptos, son verdaderas instituciones que responden a un poliedro conformado por aspectos jurídicos, políticos, sociales y que tienen recepción en nuestra Constitución nacional.
Queda claro a esta altura que hay que dejar de lado nimiedades y absurdos, como el uso del birrete y la toga para los magistrados y el recorte al voleo de artículos del Código Civil y Comercial. Es ir a lo importante, para lograr las transformaciones que liberen al país de la esclerosis impuesta por años de populismo. No es nada nuevo: ya lo explicaron en economía Douglas North y Ronald Coase; en derecho Maurice Hauriou y Santi Romano, y en sociología desde Emile Durkheim hasta Marcel Mauss. Afortunadamente no hay que inventar la rueda.
Ante la improvisación y la falta de densidad conceptual, el mejor aporte es intentar proveerlos, con un cuidado mayúsculo porque el horno no está para bollos: la última publicación del Indec da cuenta de una inflación mayorista del 54%. Para que se entienda, una cifra de ese orden en macroeconomía da cuenta de un estado hiperinflacionario. Es por eso que, con todos los errores y desaciertos, es tiempo de construcción arquitectónica y no de una metodología agonal, como la que proponen sectores que han estado callados por tantos años y ahora se ponen la hipócrita máscara del reclamo. Argentinos, a las cosas.