Hace falta una nueva épica republicana
Hace diez tardes, durante una apasionante tertulia en la Academia Argentina de Letras, un nuevo camarada interpeló a los argentinos. Fue a propósito de una efeméride altamente sensible –se cumplen 200 años del nacimiento de Bartolomé Mitre–, pero no se trató de una simple evocación historiográfica, sino de un texto de actualidad inquietante: el país merodea el abismo, una decadencia sin piso y una deriva autoritaria, y la desesperanza generalizada –concepto que aparece en los sondeos cualitativos– no solo se basa en esa penosa situación, sino muy especialmente en que no se vislumbran salidas. Comienza a hacerse carne la idea de que la Argentina fracasó, que debe revisar sus creencias profundas y sus metodologías gastadas, y que no es posible hacerlo sin un nuevo sentido y acaso sin una nueva épica. Esta última palabra frunce ceños y alza cejas en ciertos demócratas, que le han cedido al populismo la falsa representación plebeya, la pasión y la heroicidad, virtudes que hasta consideran contraproducentes. El populismo, proclive a inventarse pasados heroicos, se sirve de la historia como insumo del presente y se constituye simbólicamente como “el pueblo”, relegando a sus objetores a una mera casta oligárquica y a una clase de pequeños burgueses aspiracionales (el “medio pelo”), y ha naturalizado por esa senda que son “cipayos” quienes se resisten a su sometimiento. Este epíteto, al que el Presidente le puso un like pocos días atrás, configura en verdad una calumnia. Define el Diccionario de la Lengua Argentina: cipayo es una persona que “favorece los intereses de otros países a expensas del suyo”. Hace décadas, cuando todavía el honor existía, una afrenta así podía terminar en un duelo en regla; hoy quedan los dudosos tribunales o la resignación. Acusar a millones de ciudadanos críticos y pacíficos de conformar una elite y traicionar a su nación es una soberana mentira y una grave infamia; el uso habitual sin repudio muestra hasta qué punto la colonización populista avanzó sobre el lenguaje político.
Hemos fracasado con todas las ideologías, pero nunca nos dimos la oportunidad de convivir dentro del sistema pleno que más libertad trajo al mundo moderno
Reseñando la tarea intelectual de Mitre, un profesor de literatura llamado Javier Roberto González, que fue decano de Filosofía y Letras de la UCA y es investigador del Conicet, nos advirtió aquella tarde que esa mezcla de historiador y polémico hombre de acción logró emular a Tito Livio y construir una nación sobre la base de dos héroes indiscutibles: San Martín y Belgrano. Contra lo que afirman sus enemigos nacionalistas, esas dos legendarias biografías mitristas buscaban crear una unidad nacional, superadora de las parcialidades que habían engendrado las guerras civiles: “Ni la sola tradición inmóvil de los federales dogmáticos, ni el solo proyecto desligado de toda referencia al pasado de los liberales… Dos caras de una misma moneda”. El propósito de Mitre era confeccionar una narrativa con dimensión épica e integradora, que fuera una nueva tradición fundante y que proyectara esos valores hacia el futuro. A Belgrano lo recrea incluso en su medianía como militar, jurista, escritor, pensador y economista, pero a la vez como un hombre querible y único, a la altura de George Washington: “Un tipo ideal del héroe modesto de las democracias, que no deslumbra como un meteoro; pero que brilla como astro apacible en el horizonte de la patria”. A San Martín, en cambio, lo retrata en toda su genialidad estratégica, describe sus increíbles proezas y destaca la “ejemplaridad sanmartiniana”. En Guayaquil, indica el profesor González, debió sacrificar su destino individual “mediante el consabido retiro para asegurar así el triunfo ulterior y perdurable de su proyecto, republicano y democrático, que es el que se impuso a la postre por sobre las aspiraciones personalistas y autocráticas de Bolívar”.
Mitre diseña con esta operación todo el imaginario argentino, porque las dos figuras elegidas son identitariamente representativas de toda la comunidad y no de una parte; porque poseían una perspectiva que entusiasmaba a todos y también por ser modelos imitables para el ciudadano común. Ahora el académico advierte, sin embargo, que algo involuntario subyace: la idea de que Belgrano y San Martín anclan su gloria en una derrota personal, factor que inadvertidamente genera un glamour del fracaso. Es la idea de que los próceres máximos únicamente son aceptados como tales cuando verificamos que acabaron en la pobreza, la renuncia o el ostracismo; cuando los vence la ingratitud nacional, certificación última de que eran demasiado buenos para un país tan malo. Ese gen derrotista tal vez haya promovido, paradójicamente, nuestra desconfianza frente al éxito, y explique en parte ese empecinado vicio por malograrnos.
Desde la política, la literatura y los medios se intentó superar aquella marca original en nuestro disco rígido. De los revisionistas que intentaron desacreditar la visión de Mitre, acusándola de ser una “historia oficial”, González escribe: “No atinan a oponerle una versión mejor y más apta para apelar a la unidad de la nación, sino aspiran a canonizar una nueva historia oficial peor que la primera a fuer de facciosa, reaccionaria y rencorosa”. Luego analiza la entronización del Martín Fierro, que el nacionalismo de izquierda reindustrializa, pero asevera que la bella criatura de Hernández no encaja en la matriz heroica ni logra unanimidad, y que es un antihéroe no forjado en logros edificantes, sino en su mera peripecia injusta y sufriente: lo único extraordinario de su vida es su pena. “A la zaga de Fierro –apunta el autor–, nos volvimos quejosos, autocomplacientes, irreflexivos, violentos, incapaces de todo proyecto, contradictorios y siempre prontos a echarles a los demás las culpas y a victimizarnos en toda situación”.
Más adelante, alude a Comediantes y mártires, el ensayo donde Sebreli estudia los “cuatro falsos héroes” contemporáneos: Gardel, Evita, el Che y Maradona, que encarnan diferentes aspiraciones de sector, pero que no alcanzan la dimensión de fundantes, indiscutidos ni imprescindibles. Sobre ellos tampoco es posible edificar un país nuevo ni reconfigurar una mitología que inspire un porvenir. Javier González, en el punto culminante de su presentación, hunde el bisturí aún más y fustiga sin nombrarlos a los actuales dirigentes de la oposición, al sugerir que habían proclamado la muerte de los relatos. Esa proclama da a luz, en realidad, al “relato del no-relato”, apunta. Y culpando a tirios y troyanos, señala que la Argentina perdió su “rumbo porque extravió su trama, porque renunció a una narrativa común a todos y ajustada a los datos de su realidad pasada y de su posibilidad futura, y la sustituyó con débiles y estrafalarias tramas alternativas, todas ellas facciosas y mendaces, carentes de genuina fuerza proyectiva y radicadas en emblemas poco o nada heroicos”. Piensa, al respecto, que acaso el modelo épico de Mitre ya tampoco sirva para la reconstrucción de esa trama, puesto que los tiempos han cambiado, y deja flotando entonces el interrogante de fondo.
Agrego de mi cosecha que la revolución inconclusa y la épica emocional de Raúl Alfonsín –otro “héroe modesto de las democracias” que fue derrotado y que intentó vanamente fundar un sistema representativo donde se alternaran en el poder las dos almas argentinas– quizá podría actuar como nuevo mito fundante. Al fin y al cabo, hemos fracasado con todas las ideologías, pero nunca nos dimos la oportunidad de convivir dentro del sistema pleno que más libertad y prosperidad trajo al mundo moderno.