Hace cien años, la primera admonición sobre nuestra complejidad económica
La política argentina le debe a la sociedad un acuerdo, como el institucional que hubo durante la Organización Nacional, pero esta vez, material, para sortear el desafío abierto un siglo atrás
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La Argentina posee una estructura económica compleja, poco comprensible para la mayoría y explicada por los grandes relatos épicos de nuestra concepción nacional partida, detrás de los que suelen guarecerse intereses corporativos que perturban el crecimiento y el desarrollo.
En nuestros días hay una extendida coincidencia acerca de la importancia estratégica de nuestra producción agropecuaria y los recursos mineros; subyace el supuesto de que con solo su despliegue tenemos la llave de nuestra “salvación”. Un cálculo limitado por varias razones: su insuficiencia para recomponer nuestra morfología social integrada; los problemas de una diversificación industrial aún muy protegida y la indispensabilidad de recursos humanos calificados a la altura de la actual revolución tecnológica.
El agro, que nos deparó los años de prosperidad entre las últimas décadas del siglo XIX y la crisis de 1929/30, resultó de una coyuntura efímera: la demanda de commodities alimentarias por la fase culminante de la segunda revolución industrial. La pudimos aprovechar tardíamente merced a su saldo marginal: la afluencia masiva de inmigrantes transoceánicos del sur de Europa e inversiones para reducir los elevadísimos costos logísticos de las distancias internas y de los grandes polos de desarrollo mundial. Se supuso que aquella modalidad de crecimiento, generada menos por un “modelo” que por la eficacia de nuestra maquinaria jurídica y administrativa, era indefinida. Y se perdieron de vista señales preocupantes sobre sus inminentes límites internos y externos ya hacia el primer Centenario.
La industria nacional, por su parte, no nació en los años 30 o 40 sino al compás de aquel crecimiento exponencial primigenio que, ni bien se detuvo, ofició de oportuno salvavidas. Fue precisamente desde entonces que se urdió un gran malentendido. Lo arrastramos hasta la actualidad, pues su desarrollo fue espasmódico, fiscalmente costoso y dependiente. Sus virtudes, en todo caso, se posaron en el plano social al ofrecer empleos sustitutivos de los agrícolas y terciarios en receso. Pero su maduración extrovertida nunca terminó de consumarse. Por último, la educación, que hasta los 70 fue un semillero de excelencia en todos sus niveles, se desplomó a lo largo de las sucesivas y fallidas reformas ensayadas desde los 80.
Hubo, en el zenit de nuestro progreso, una coyuntura histórica admonitoria de todos estos problemas, pero que la tormenta internacional y nuestra recargada euforia de destino impidieron percibir en sus preocupantes señales: el período comprendido entre la Gran Guerra de 1914 y la crisis de 1930; es decir, hace exactamente cien años. La guerra significó un impacto imprevisto y feroz para nuestra economía: las exportaciones agrícolas cayeron en picada; las ganaderas se mantuvieron por ser un reaseguro para la alimentación en las trincheras, pero no lograron compensarlas.
Caso distinto fue el de la industria, cuya pujanza durante las décadas anteriores había marchado a la retaguardia de las primarias. No solo contribuyeron a ahorrarnos las divisas faltantes sustituyendo importaciones, sino que estas se diversificaron por una doble vía: la capitalización manufacturera o agroindustrial regional –yerba, té, algodón, tabaco, azúcar y vino– de un sector de exportadores primarios, y la intensificación del flujo de inversiones norteamericanas comenzando por los frigoríficos del Trust de Chicago en 1903, cuyo aporte, la carne refrigerada, fue la gran palanca de nuestro impresionante despliegue agrícola.
De esa manera, los EUA desplazaron definitivamente de ciertos mercados a sus competidores europeos beligerantes implantándose en un país estratégico para un consumo análogo al de su sociedad, por el espesor de nuestras clases medias y la opulencia de las altas, incomparable con cualquier otro de la región. Durante los años 20, el proteccionismo de los gobiernos radicales, que ajustaron los aforos a las importaciones respecto de la inflación posbélica, facilitó la radicación de firmas eléctricas (lámparas), electrónicas (gramófonos, fonógrafos y radios), registradoras comerciales, máquinas de escribir y sumar, cemento portland, tractores, insumos para la extracción de petróleo, farmacéuticas, de tocador, cosméticos, ensambladoras de todas las automotrices de la potencia del norte y neumáticos.
Los EUA se convirtieron así en nuestro principal proveedor de importaciones (25%) frente a Gran Bretaña, que arañaba el 20%. Pero este triángulo encubría una asimetría riesgosa: en primer lugar, los norteamericanos no solo no nos compensaban adquiriendo nuestras especialidades, sino que las obturaban como competidoras temibles para su farm block. La diferencia de nuestro comercio exterior con Europa no era suficiente para efectuar esas compras o la gira de dividendos de sus empresas, cosa que resolvimos endeudándonos con sus bancos todavía sin comprometer el sector externo a raíz de las engañosamente recuperadas ventas al Viejo Mundo. Situación que incubaba un riesgo, aunque también una oportunidad.
La Argentina parecía así surfear con holgura la reducción del libre comercio y las tendencias bilateralistas ulteriores a la posguerra. Pero las presiones inglesas se empezaron a hacer sentir desde las postrimerías del gobierno del presidente Alvear y terminaron en un emplazamiento liso y llano a su sucesor, Hipólito Yrigoyen, por el que nos exigían compras proporcionales a sus ventas. No obstante, el crack de 1929 postergó el tratado hasta 1932. La Depresión de los 30 le significó al país un impacto mucho más duro que al resto de la región.
El epilogo fue el nuevo bilateralismo que obturó –aunque no del todo– las fluidas relaciones con los EUA desde la final firma del tratado Roca-Runciman. Pero resolvimos relativamente rápido el desempleo recurriendo al dispositivo sustitutivo de importaciones ensayado durante la guerra. La industria textil creció al compás de la producción algodonera chaqueña, y la construcción ajustada a demanda de las vastas obras públicas del gobierno del presidente Justo.
Sin embargo, hacia los 40, y ya en medio de una nueva conflagración mundial, reaparecieron los interrogantes sobre la sustentabilidad de un cambio de dirección que no había respondido ni a una política “industrial” ni mucho menos a un nuevo “modelo” de desarrollo, sino a las consecuencias secundarias de políticas comerciales, cambiarias y financieras en la emergencia. En suma, dado el cierre de los mercados de nuestros antiguos clientes, ¿de dónde habríamos de obtener las divisas para conseguir los insumos requeridos por las industrias que habrían de proseguir inercialmente su ascenso diversificado e ingenuo? Un problema ya insinuado en los 20, pero, a 10 años de distancia, más acechante y sin respuestas contundentes.
Con un mercado interno de 10 millones, la industria carecía de escalas y había que acordar con EUA alguna forma de asociación. Desgraciadamente, no fue posible pese a algún proyecto agroindustrial convocante a la reflexión. Y extraviamos la brújula insistiendo en la subestimación de los problemas económicos argentinos. Desde los 30, fuimos perdiendo presencia en el mundo detrás de vecinos o de contexturas geográficas, demográficas y sociales análogas, como Australia y Canadá. Nuestra política, todavía fragmentada en facciones e ideas perimidas, le debe a la sociedad un acuerdo como el institucional durante la Organización Nacional, pero esta vez, material. Sería sortear por fin el desafío abierto hace un siglo.
Miembro del Club Político y de Profesores Republicanos (UBA)