Habrá que reconstruir el alma de este pueblo devastado
De los bolsos de López al impúdico yate de Insaurralde, de la muerte del fiscal Nisman al espionaje ilegal de Ariel Zanchetta, el populismo se convirtió en un inconmensurable pozo ciego
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Resulta particularmente oportuna la puesta en escena en el Teatro Colón de Madama Butterfly. La historia transcurre en Japón a principios del siglo XX. El Teniente Pinkerton, un norteamericano, va a ver una casa en el puerto de Nagasaki, donde encuentra a una niña de quince años conocida como Madama Butterfly, cuya familia había caído en la pobreza, por lo que ella debía ganarse la vida como geisha. Pinkerton se siente atraído por esta chica y decide casarse con ella.
Pinkerton se va, bajo la promesa de volver pronto, dejando unos pocos recursos para que la niña sobreviva por un tiempo. En su ausencia ella se entera de que había quedado embarazada. Ya con su hijo espera la vuelta de su marido. Empieza a pasar penurias económicas. Sus amigas rezan a los dioses. Todos en el pueblo dicen que ya no volverá y hasta le presentan a un buen candidato, el príncipe Yamadori, pero ella es pertinaz en su ilusión: sigue confiando, anclada en aquellos días felices después del casamiento, y rechaza la oferta. No le echa la culpa a Pinkerton, que no da señales de vida, sino a los dioses.
Después de varios años, llega un barco. Emocionada, decora la casa con flores. Como fue cayendo la noche, Butterfly se va a dormir con el hijo. Es entonces cuando irrumpe Pinkerton, pero lo hace con Kate, su nueva mujer. Vuelve para ver al hijo, de cuya existencia se habían enterado por el cónsul de su país. De pronto Butterfly se levanta y, en vez de ver a su marido, ve a la nueva mujer. Entendiendo rápidamente la triste situación, acepta entregar al hijo y decide suicidarse con el mismo cuchillo con el cual su padre se había practicado el harakiri. Cuando Pinkerton vuelve a entrar ella ya está muerta.
Hay una interpretación canónica y casi obvia de esta obra: que es una denuncia antiimperialista, un alegato antinorteamericano. Pero, como escribió Borges en el final del cuento “Emma Zunz”, si modificamos los nombres propios, el tiempo en que sucede y algunos hechos circunstanciales, se parece mucho a lo ocurrido en la Argentina en los últimos setenta años. Cambiando Pinkerton por populismo y Butterfly por masas peronistas, los hechos encastran como piezas milimétricas.
Igual que la familia de Butterfly, la Argentina fue rica. Siempre se pregunta Mario Vargas Llosa cómo puede ser que un país que estuvo en 1930 entre los diez más importantes del mundo súbitamente haya caído en lo que es hoy. Tal era la situación que la familia de Manuel Mujica Lainez, por aquellos años, se trasladó a París para seguir teniendo el mismo nivel de vida. Eso solo da una idea. El viajero Paul Morand quedó maravillado con Buenos Aires, según relata en un libro icónico. Mientras en Madrid los arquitectos españoles imitaban a los franceses, aquí venían a trabajar los mismísimos arquitectos franceses. Culturalmente, la Argentina era un faro para el mundo: aquí se refugiaban los intelectuales perseguidos en Europa. Toda Latinoamérica esperaba ansiosa la llegada de los ejemplares de la revista Sur. Los grandes escritores del planeta publicaban en editoriales argentinas. Recordemos que incluso en los años 60 nuestro PBI seguía siendo superior al de Brasil.
Sin embargo, había muchos argentinos que aun en los años 40 estaban en la pobreza. Dan cuenta de ello las obras pintadas sobre arpillera por Antonio Berni, Desocupados, Chacareros o Manifestación. Había un problema y el peronismo, con una mala solución, lo empeoró: igual que el teniente Pinkerton. La famosa frase “los días más felices siempre fueron peronistas” remite a la máquina de coser que regalaba Evita desde la Fundación, a la revancha contra la aristocracia y a la violencia ejercida sobre los símbolos del capital, desde el incendio del Petit Café de la avenida Santa Fe hasta la destrucción del Jockey Club de la calle Florida. Esas masas, que se habían sentido olvidadas durante años, experimentaron por primera vez una reivindicación. Así se constituyó la arcadia, el lugar idílico, la utopía retrospectiva con la cual se han alimentado durante décadas. Del mismo modo que Butterfly se aferra a la vuelta de su marido, ese pueblo seguía soñando con la vuelta de Perón, cuyo exilio reforzaba el mito, cuya proscripción aumentaba la ilusión. Con los dedos en V. Muerto Perón, esas masas quedaron congeladas, suspendidas a la espera de alguna eventual reencarnación.
Como Butterfly, víctima de la espera, ese pueblo no paró de caer después de los años 70, cuando se extinguieron los ecos de la fiesta. Mientras los dirigentes peronistas traficaban bajamente un pasado mitológico y se enriquecían, los “descamisados” de Evita pasaban a ser sucesivamente trabajadores en negro, parias, desocupados, víctimas o cómplices del narcotráfico y “limados”. De los bolsos de López al impúdico yate de Insaurralde, de la muerte del fiscal Nisman al espionaje ilegal de Ariel Zanchetta, el populismo se convirtió en un inconmensurable pozo ciego. Paradójicamente, igual que Butterfly eximía de responsabilidad a Pinkerton y prefería adjudicársela a los dioses perezosos, ese pueblo peronista le echa la culpa a la oligarquía, al imperialismo, a la dictadura, a la deuda externa que contrajo Macri, o a cualquier cosa antes que revisar su propio legajo de errores: sus próceres son intocables.
La imagen de ese pueblo que espera una reencarnación y la vuelta a aquellos días presuntamente felices, que no fueron otra cosa que el huevo de la serpiente de todo el desastre que vino después, es tan patética como la de Butterfly frente a Kate, la nueva mujer de Pinkerton. Las masas peronistas, abandonadas y humilladas durante décadas, siguieron creyendo con el fervor de los místicos. Las villas miseria se iban multiplicado al infinito. Los planes sociales pasaron a ser el punto culminante de la dádiva. El país se ha quedado sin infraestructura, sin caminos, sin escuelas, sin salud pública. El espacio público es tierra de nadie y, mientras los ricos se encierran en barrios fortificados, los pobres luchan para no ser despojados de sus zapatillas. Las jubilaciones son miserables. Del viejo precepto peronista, en el que el obrero era el sujeto de la historia, se pasó al ideal módico que asigna centralidad al desocupado.
Esas masas son incapaces de reconocerse en el espejo de su propio fracaso, aun cuando su capital simbólico ha reventado. La estampita no se mancha. En la Argentina el desencanto, a diferencia del de Butterfly, que es orgulloso y drástico, muta en una resignación decadente. Ya no se espera salir de la pobreza, comprar un autito, ni mucho menos tomar un crédito hipotecario, ni salir de vacaciones; ni siquiera queda la ilusión de una educación de calidad para los hijos. Nada de esto es siquiera imaginable para esas dos o tres generaciones de argentinos permeadas por la dependencia de los planes y subsidios, apremiadas por la necesidad de sobrevivir a costa de estar cada día un poco peor que el anterior. Solo quieren que no los maten mientras reciben las migajas del banquete populista.
Pero la Edad Media terminó cuando los señores no pudieron alimentar más a sus esclavos y debieron manumitirlos. Hoy, ante un peronismo que ha convertido sus banderas en una mera mímica sin semántica, muchos hambrientos empiezan a sentir un sentimiento similar. Migran gradualmente hacia otras esperanzas. No es poco. Hay en este proceso histórico una epifanía espontánea en marcha. Como en toda guerra perdida habrá que reconstruir el alma de ese pueblo devastado.