¿Hay país sin sacrificio?
La Argentina se ha convertido en un paciente de riesgo; ¿podremos asumir un compromiso con nosotros mismos y con nuestro futuro, o nos engañaremos con la idea de una cura milagrosa?
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Varias encuestas reflejan en estos días que la sociedad tiene un buen diagnóstico de la crisis argentina: una amplia mayoría ve un problema grave en el déficit fiscal, reconoce que la administración pública ha crecido de manera desorbitada, advierte que los subsidios en las tarifas de luz y gas se han desmadrado y que no es viable un Estado que gasta más de lo que recauda. Sin embargo, ¿estamos dispuestos a asumir los sacrificios que implica enfrentar esos problemas? ¿Aceptamos someternos a un tratamiento doloroso y prolongado con la esperanza de una cura? ¿O preferimos seguir como estamos, y que dure lo que tenga que durar? Son interrogantes centrales para una sociedad que decida discutir su propio futuro con una dosis de seriedad.
La Argentina se ha convertido en un paciente de riesgo, con graves problemas respiratorios, fragilidad cardíaca y sobrepeso, además de otros males ocultos. La opción es seguir fumando, con una dieta desordenada y una rutina sedentaria, o asumir el desafío –sacrificado, por cierto– de modificar drásticamente algunos hábitos alimentarios, incorporar una exigente rutina de actividad física y someterse a controles estrictos que mejoren nuestro estado general. ¿Podremos asumir un compromiso con nosotros mismos y con nuestro futuro? ¿O nos engañaremos con la idea de una cura milagrosa? ¿Pondremos en duda los daños que provoca el cigarrillo o aceptaremos que dos más dos es cuatro?
Las preguntas surgen con naturalidad cuando se observa la brecha que existe entre lo que decimos que queremos y lo que realmente estamos dispuestos a hacer para lograrlo. Cuestionamos el déficit fiscal, pero no nos hace ruido que el Estado nos financie las vacaciones a través del Previaje; creemos que hay que moderar y optimizar el gasto público, pero no nos escandaliza que la provincia de Buenos Aires les pague a los estudiantes el viaje de egresados. De ahí para abajo, nos resulta abominable la palabra “ajuste” –como si el enfermo rechazara, “por principios”, las nociones de dieta y actividad física– y esgrimimos eslóganes, ideologismos y banderas para justificar los hábitos menos saludables. Las encuestas también exhiben estas contradicciones: se reconoce la enfermedad, pero se rechaza el tratamiento.
Si alguien propone revisar, por ejemplo, el presupuesto de las universidades nacionales –que no solo se destina a enseñanza e investigación, sino también al financiamiento de grandes burocracias, de hoteles, trenes y comedores propios– será inmediatamente acusado de “privatista y ajustador”; el que se atreva a impulsar algún debate sobre financiamiento alternativo para la educación superior se convertirá automáticamente en un hereje. Quien ponga sobre la mesa una discusión inevitable sobre el régimen previsional será acusado de atentar contra los futuros jubilados, y el que sugiera una reforma para estimular la oferta de empleo será sospechado de querer “flexibilizar” y propiciar “trabajo chatarra”. Al que ponga la lupa sobre los privilegios y despilfarros en la TV Pública o en Radio Nacional le dirán que los quiere cerrar, y al que intente revisar el “chorro” de subsidios al cine militante le colgarán el mote de “enemigo de la cultura”. El que pretenda ordenar la “caja negra” de Aerolíneas Argentinas estará en contra de la “línea de bandera” y de la “soberanía aérea”, y el que intente un riguroso control para que no haya ñoquis en el Estado será un “insensible antiderechos”.
Detrás de los eslóganes y las descalificaciones suele haber más intereses que principios. Por eso es indispensable formular otras preguntas: defender los “negocios” de las universidades ¿es defender la educación pública? Defender el déficit monumental de Aerolíneas ¿es defender la aerolínea de bandera, o es más bien hundirla mientras se protegen privilegios? Defender los sueldos astronómicos y los estatutos de privilegio en la TV Pública ¿es defender a la TV Pública o encubrir sus deformaciones? Defender el festival de subsidios del Incaa y los estatutos que dan estabilidad a bailarines que no bailan y cantantes que no cantan ¿es abogar por la cultura o defender privilegios sindicales y “premios” a la militancia? Los ejemplos y los interrogantes podrían abarcar muchas otras áreas, pero todos remiten al mismo punto: ¿estamos dispuestos, como sociedad, a sincerar las cosas y sostener el sacrificio que implica sanear al Estado? ¿Estamos dispuestos a admitir que no es solo una cuestión económica, sino también de ecuanimidad, de valores y de reglas?
La distancia entre lo que queremos y lo que estamos dispuestos a hacer se extiende a los más diversos ámbitos. Las encuestas reflejan un altísimo rechazo a la corrupción y la evasión, pero ¿cuánto ha crecido la economía en negro? ¿Cuánto funcionan los atajos, los favores y las “puertas traseras” en el funcionamiento cotidiano de la sociedad? No todo es lo mismo, por supuesto. No puede equipararse a Lázaro Báez con un comerciante que subfactura una mercadería. Las desproporciones son enormes, pero justifican de nuevo el interrogante: ¿estamos a la altura de nuestras propias exigencias?
Los estudios de opinión pública también reflejan un alto consenso en que queremos una educación de excelencia, ¿pero apoyamos que a nuestros hijos les exijan mucho y les demanden esfuerzos cada vez mayores? ¿O preferimos consentir el simulacro mientras pasen de año y reciban el título? Decimos que queremos un Estado eficiente y competitivo, ¿pero aceptamos que en todos sus estamentos haya evaluaciones por desempeño, concursos rigurosos para ingresar o ascender y estímulos por resultados? Decimos que valoramos el espacio público y la convivencia en las ciudades, ¿pero estamos dispuestos a ser puntillosos en el cumplimiento de las normas de tránsito, en las restricciones al uso de las veredas y en el cuidado del patrimonio urbano? Decimos que valoramos la ley, pero en los operativos de desalojo de las organizaciones de venta clandestina, ¿cuántos ciudadanos se ponen del lado de la policía y cuántos de los manteros, que son –por supuesto– los eslabones más débiles, pero integran cadenas de comercio ilegal?
La Argentina ha llegado a un extremo de deterioro que obliga a examinar nuestros propios rasgos culturales. El populismo, después de todo, ha germinado con fuerza porque encontró un campo fértil. El Previaje es “un éxito” porque la sociedad se ha preguntado poco y nada de dónde sale la plata, qué impacto tiene en la emisión descontrolada y en qué medida alimenta la hoguera de la inflación, el endeudamiento y el déficit.
La cuestión adquiere matices complejos, porque en un sistema que no ofrece garantías y ha extraviado las nociones básicas de ecuanimidad, la distancia entre lo que queremos y lo que estamos dispuestos a hacer se explica, muchas veces, con argumentos atendibles en favor de esa asimetría. Muchos ciudadanos dicen: “Sé que los subsidios, el Previaje y el regalo a los egresados son políticas populistas con altísimo costo, pero, si existen, ¿por qué las voy a desaprovechar si, aunque no lo use, lo que me ofrecen por acá me lo sacan por otro lado?”.
“Sé que la subfacturación y el comercio en negro son vicios graves, pero ¿cómo sobrevivo en un país que te ahoga con una voracidad impositiva que cada vez es mayor para financiar un Estado elefantiásico y un sistema de subsidios sin control ni contraprestaciones? ¿Cómo contrato a un ayudante en blanco en un país que desalienta la generación de empleo y te multiplica el costo laboral?”
Sin caer en el cinismo, y aun desde la buena fe, tenemos coartadas que muchas veces suenan lógicas; algo de razón nos asiste en la queja: ya hemos sufrido bastante en este país, ya se ha fundido nuestro negocio o se han licuado nuestros ingresos, ya nos hemos quedado sin empleo o se ha pauperizado nuestro salario, ya hemos perdido con el corralito y las devaluaciones, ya hemos pagado impuestos en exceso (y los seguimos pagando) a un Estado que dilapida y administra mal. Ya hemos confiado y nos han defraudado, ya hemos arriesgado y hemos perdido. Por otra parte, la que pide “sacrificios” cuando el agua llega al cuello es una dirigencia que nunca está dispuesta a dar el ejemplo, y que suele cortar el hilo por lo más delgado. Para exigir “sangre, sudor y lágrimas” hay que inspirar confianza y ejercer un liderazgo ético. ¿Está nuestra dirigencia a la altura de ese desafío? El Estado ha dejado de ser un administrador responsable para convertirse en un barril sin fondo. ¿Cómo no entender que el cumplidor se sienta burlado, desalentado e incluso empujado muchas veces a hacer lo que no quisiera?
Mientras tratamos por todos los medios de eludir la dieta y postergar las cirugías, para no sumar dolor, nos vamos hundiendo cada día un poco más. ¿Hasta cuándo? La Argentina está en una encrucijada: o se encomienda a un curandero, y que sea lo que Dios quiera, o apela a un médico serio y empieza un duro y sacrificado camino para intentar curar sus males. Será un esfuerzo por las próximas generaciones. Puede sonar dramático, pero ¿estamos dispuestos a dejarles un país a nuestros hijos? Quizá sea hora de que nos hagamos esa pregunta.