Hablemos de familia. “Tengo miedo”: una frase a la que hay que prestar atención
Parte de la vida: los miedos son algo inescindible de los procesos madurativos de los chicos
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La tercera de la tríada de emociones con las que nos cuenta conectar es el miedo. Ya hablé en los últimos días del enojo y de la tristeza, y hay unas cuantas más: vergüenza, inseguridad, celos, culpa, etcétera. Nos cuesta conectar con las emociones más desprolijas, oscuras, aquellas que no nos enorgullecen, o que aprendimos a esconder en la infancia por temor a que nuestros padres dejaran de querernos. Esas a las que aunque no sean negativas las vemos como tales por nuestras experiencias previas.
Volviendo a los miedos: son humanos y normales; señales de alerta que nos manda el cuerpo a través de las hormonas y nos ayudan a cuidarnos, nos avisan que no tenemos (o creemos no tener) los recursos para enfrentar lo que se acerca.
Nos preocupamos cuando no aparecen en los chicos alrededor de los dos años porque eso puede implicar que algún paso madurativo no se está cumpliendo. Miedo a la oscuridad, a quedarse solos, a los bichos y otros animales, a las alturas, a los ruidos, a personas y lugares desconocidos: el descubrirse como personas separadas los lleva a pegotearse a mamá para, desde sus brazos, explorar el entorno. Esos miedos los protegen para no ponerse en situaciones de riesgo.
A los cuatro años resurgen los miedos por una mayor integración de los distintos aspectos de sus personas. Se dan cuenta por primera vez de que ellos son una sola persona, con sus rasgos y aspectos personales, tanto los amorosos como los hostiles, y que también sus padres lo son. Junto a este rebrote de miedos (a los anteriores se agregan monstruos, fantasmas, ladrones, todo tipo de “malos”, etcétera) llega también el interés, y a veces, el miedo a la muerte.
Alrededor de los ocho o nueve años la mayor madurez intelectual puede traer miedos al alcanzar una más amplia comprensión del mundo y la realidad. Surge el miedo a la separación o muerte de los padres, a enfermedades, a accidentes, a cuestiones climáticas como terremotos o tornados, que estaban fuera de la posibilidad de ser entendidos en años anteriores.
En el comienzo de la adolescencia aparecen nuevos miedos por el gran salto que tienen que dar para crecer y lograr su plena individuación. Y los miedos pueden resurgir en las crisis vitales posteriores, cada vez que salimos de la senda segura que veníamos transitando para adentrarnos en un camino nuevo, armando el mapa a medida que lo vamos recorriendo.
Sumándose a estos miedos evolutivos, en la pandemia aparecieron muchos miedos tanto en adultos como en chicos: a la enfermedad o muerte nuestra o de un ser querido, a la pérdida de control, a vivir en la incertidumbre, a perder la seguridad laboral, y algunos de ellos perduran en la pospandemia.
Estoy recibiendo muchas consultas por este tema en los chicos, especialmente miedo al separarse de sus padres pero también otros: dormir en su cama, o ir solos a su cuarto o al baño, ir a otras casas o a cumpleaños sin la mamá, entrar al colegio o a actividades extraescolares, hablar delante de adultos que no sean de su círculo íntimo, dejar de usar el barbijo. Hay muchos otros, en los que se ve con claridad el efecto de lo que vivieron, vieron y escucharon en este tiempo y también del largo aislamiento social. En esos casos es importante revisar cómo manejan los padres sus propios miedos, porque tanto el exceso de cuidados como la relajación excesiva pueden llevar a los chicos a tener miedo. En el primer caso, se produce por “contagio” o por identificación; en el segundo, el niño siente a sus padres “descuidados”, asume el papel de cuidarse a sí mismo y a menudo se excede porque en realidad no sabe qué sería cuidarse bien.
Los miedos no se resuelven con enojos y con retos, ni tampoco con explicaciones lógicas. Sí funciona acompañar a los chicos y ofrecerles recursos que puedan usar. Se trabajan con paciencia, haciendo pequeños cambios consecutivos y planteando desafíos que se animen a enfrentar, primero de nuestra mano, después con nosotros cerca, hasta darse cuenta de que pueden estar sin nosotros y todo está bien.
También tendríamos que rever cómo fue el clima de la casa durante la pandemia: si hubo tranquilidad o muchas peleas, preocupaciones por temas familiares o laborales que pueden haber minado la confianza y la seguridad de ese chico. Fueron largos meses y es muy probable que hayan quedado secuelas.
Los miedos no se resuelven con enojos y con retos, ni tampoco con explicaciones lógicas. Sí funciona acompañar a los chicos y ofrecerles recursos que puedan usar. Se trabajan con paciencia, haciendo pequeños cambios consecutivos y planteando desafíos que se animen a enfrentar, primero de nuestra mano, después con nosotros cerca, hasta darse cuenta de que pueden estar sin nosotros y todo está bien.
¿De dónde vienen los miedos que no son evolutivos ni postraumáticos? A menudo se relacionan con una no adecuada conexión con la sombra, la parte oscura y rechazada de nuestra persona: al integrarla nos sentimos fuertes; en cambio, al rechazarla nos sentimos débiles y pueden entonces aparecer los miedos: chicos muy “buenos” gastan energía en taparla y esconderla, y entonces no la tienen disponible para defenderse. Por eso es muy importante darles permiso para enojarse, lo llamo “derecho a la protesta”.
Estemos atentos también a las pantallas: películas, series, juegos, redes sociales como TikTok. A diferencia del juego propiamente dicho, no permiten que el chico “descargue” lo que le impacta y ahí empiezan algunos miedos.
Qué pasa en concreto: con el miedo el cerebro primitivo se “apodera” de la persona y la induce a escaparse o a quedarse quieta. En las emergencias reales (se acerca un león) esto es fundamental para responder rápida y eficazmente y asegurar la supervivencia. Como no estamos en la selva y a nuestro hijo no se lo quiere comer un león, podemos invitarlo a hacer unas respiraciones profundas para que recupere e integre la corteza cerebral que piensa bien, y pueda acercarse a lo temido.
Y no olvidemos hacer una consulta cuando el niño sufre mucho o cuando, por causa de sus miedos, se achican sus opciones vitales.
Psicóloga