Hablemos de familia. Ser joven, o vivir como si no hubiera un mañana
No future: los más jóvenes habitan un eterno presente que no incluye la inquietud por el porvenir
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Lamentablemente en nuestro país hay muchos jóvenes –cada vez más– que viven en el presente porque no tienen futuro ni oportunidades; no lo eligen sino que las condiciones psico-socio-económicas en las que nacieron y viven no les permiten ver más allá del hoy. No tienen esperanza ni confianza, ni posibilidad de proyectarse hacia el futuro; viven al día. Incluso, por el mismo motivo, a menudo no le dan valor a su propia vida. Muchas instituciones y ONG hacen un trabajo maravilloso para brindarles a algunos de ellos la posibilidad de alcanzar una vida digna y con proyección de futuro. De todos modos es una tarea que va a llevar muchos años y esfuerzos, seguramente más de una generación, en la que tienen que participar tanto el gobierno como la sociedad y las empresas.
Lo llamativo es que en otro entorno social, creciendo en familias con seguridad psico-socio-económica, hace unos años vemos en los jóvenes una tendencia a vivir en el presente, en realidad a seguir viviendo en el presente, como cuando eran niños y sabían que los adultos se ocupaban de mantenerlos protegidos de los avatares de la vida.
Los padres –figuras de apego– atienden las necesidades básicas de los chicos, los cuidan, acompañan y miman, les enseñan, apoyan la sociabilización, los orientan en infinidad de temas. Desde ese lugar seguro los chicos descubren y se abren al mundo sin tener que preocuparse por la supervivencia, ni necesitar estar en alerta o a la defensiva.
Lo llamativo es que en otro entorno social, creciendo en familias con seguridad psico-socio-económica, hace unos años vemos en los jóvenes una tendencia a vivir en el presente, en realidad a seguir viviendo en el presente, como cuando eran niños y sabían que los adultos se ocupaban de mantenerlos protegidos de los avatares de la vida.
Naturalmente, al crecer y verlos capaces, los padres les van entregando esas tareas, y es todo un arte no excederse en seguir haciendo por ellos aquello que ya pueden hacer solos ni pretender que lo hagan antes de tiempo, cuando todavía no están listos. En algún momento ese entorno familiar amoroso y delimitador empieza a quedarles “chico” a los jóvenes y se transforma en plataforma de lanzamiento hacia la independencia.
¿Qué vemos hoy en muchos jóvenes? Por un lado los notamos “ligeros de equipaje”; con pocas ataduras, se dejan llevar por las circunstancias, renuncian a un trabajo por irse de vacaciones, salen con alguien por un tiempo y dejan la relación sin dolor aparente, viven con sus padres para disfrutar su sueldo en viajes y otros placeres… Con sus actitudes nos muestran/enseñan a los adultos que no es necesario estar siempre preocupados, sacrificando nuestros deseos en aras de la seguridad, proyectándonos hacia el futuro antes de tomar cualquier decisión.
Por otro lado, me pregunto si todo eso es evolución genuina y sana, es decir si lo hacen porque tienen confianza en ellos mismos y en la posibilidad de labrarse un futuro más adelante, si todos estos jóvenes descubrieron que pueden disfrutar el hoy y están tranquilos de que le van a encontrar la vuelta a ese mañana cuando llegue.
Porque esto mismo podría estar ocurriendo por cuestiones no tan saludables:
porque no tienen confianza o esperanza en el futuro de la sociedad;
porque no tienen seguridad y confianza en ellos mismos y, al no creer que esté en sus manos la posibilidad de alcanzar un futuro mejor, viven al día (hace no tanto tiempo esa habría sido la primera hipótesis que barajábamos los psicólogos en estos casos);
porque no han adquirido al crecer la suficiente fortaleza interna o los recursos personales para intentarlo;
porque de chicos sus padres los hemos mimado mucho y frustrado poco, por lo que se sienten llenos de derechos y no se hacen cargo de las responsabilidades y obligaciones implícitas en el crecer;
porque sus padres, buscando que sean felices e intentando protegerlos del dolor – y resolviendo sus dificultades en lugar de acompañarlos a esperar, esforzarse, frustrarse, sufrir, incluso a enojarse por esos motivos– no los ayudamos a salir de la postura de “su majestad” el hijo y así integrarse a la comunidad humana, lo que se alcanza con nuestra firmeza y ternura, con la certeza de que estamos encauzando su energía y fortaleciéndolos;
porque están muy cómodos en su presente de tanto disfrute y no se preguntan sobre el futuro, con una notable capacidad para la negación;
o quizás porque nosotros, al transmitir el agobio por el peso de nuestras responsabilidades y frustraciones, los llevamos a apartarse de nuestro estilo de ser adultos.
Es muy difícil saber cuál de esos factores influye en la forma en la que los jóvenes transitan por la vida, incluso en qué proporción ocurre. Algo de esa liviandad es para imitar y así lograr un mejor equilibrio entre no pensar nada en el futuro y estar tan preocupados que no podemos relajarnos, ni arriesgarnos, ni cumplir nuestros sueños, ni hacer cambios por miedo a lo que podría pasar.
Ojalá los adultos pudiéramos compartir con ellos nuestra experiencia, abiertos a escucharlos y a conversar, sin intentar imponer nuestras verdades (para que no se alejen sin escucharnos), dispuestos a aprender de ellos algo de esa ligereza, transmitiendo nuestra satisfacción por lo que hemos logrado, en lugar de –o por lo menos no solo– la frustración, el cansancio y el enojo que solemos mostrarles ante la realidad que nos toca vivir.
De todos modos se me plantean dos inquietudes:
1) pueden estar viviendo de esa forma, creyendo que lo hacen desde una libertad genuina, sin darse cuenta de que sus decisiones se relacionan con alguna de las cuestiones delineadas más arriba, que no son decisiones libres sino respuestas defensivas o reactivas;
2) los años pasan y en algún momento quizás se replanteen esas decisiones y les duela no haber hecho carrera en una empresa o armado una familia, o no tener una casa propia o un proyecto de vida con la mirada puesta no sólo en el presente sino también en el futuro.
Ojalá los adultos pudiéramos compartir con ellos nuestra experiencia, abiertos a escucharlos y a conversar, sin intentar imponer nuestras verdades (para que no se alejen sin escucharnos), dispuestos a aprender de ellos algo de esa ligereza, transmitiendo nuestra satisfacción por lo que hemos logrado, en lugar de –o por lo menos no solo– la frustración, el cansancio y el enojo que solemos mostrarles ante la realidad que nos toca vivir.
Psicóloga