Hablemos de familia. Cómo recuperar el valor de transitar la tristeza
Penas inevitables: la pérdida es parte de la vida, y los chicos pueden aprender a aceptarlo y elaborarlo
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Una de las emociones que más vimos y padecimos en la pandemia fue la tristeza, con sus distintos “trajes” e intensidades: el desánimo, la languidez, la falta de deseos, de intereses, de sentido o de iniciativa, el abatimiento, la aflicción, el dolor, la pesadumbre, el extrañar, la soledad, el duelo por pérdidas importantes, las depresiones suaves o severas que a menudo llevan a la desesperación y a la desesperanza.
Hace ya muchos años que la sociedad nos invita a evitar por todos los medios no solo la tristeza, sino también toda la gran familia de esa emoción, ya sea a través de negarla, reprimirla, esconderla, racionalizarla, mirar para otro lado, quitarle importancia, escapar de ella, etcétera. Lo hacemos sin darnos cuenta del enorme valor de la tristeza –lo mismo ocurre con el enojo, la alegría y el miedo– como emoción-señal, mensaje de nuestro mundo interno para que entendamos que tenemos que despedirnos de algo o de alguien. Puede ser algo chiquito como el fin de semana que se nos escurre entre las manos, que sacaron del cine la película que queríamos ver en pantalla grande, que se acabaron los bombones que tanto nos gustaban, o que llegamos al final de la novela que nos tenía entusiasmados; puede ser algo mediano como todo lo que me perdí del crecimiento de mis nietos durante la cuarentena, o una tristeza enorme y muy dolorosa como la pérdida de un ser querido.
No registramos que cuando la evitamos, la esquivamos o buscamos solo entenderla racionalmente, la tristeza no desaparece sino que se queda adentro nuestro. La tarea de mantenerla fuera de la conciencia se lleva mucha de nuestra energía vital: desperdiciamos oportunidades de aprender de ella, e incluso puede llevarnos a una depresión (de tanto evitar el dolor no nos queda resto para tener ánimo, para vivir), enfermarnos, llenarnos de ansiedad, o vivir a toda velocidad, huyendo para que no nos alcancen nuestros sentimientos.
Quizás conectemos con las grandes tristezas, pero cómo nos cuesta reconocer las pequeñas pérdidas de la vida diaria, preferimos no reconocer que, por el solo hecho de vivir, cada vez que elegimos a la vez perdemos algo: el domingo por la mañana escribo este texto, encantada de hacerlo, pero me despido de la opción de quedarme en la cama un rato más o de salir a caminar con una amiga. Cuando lo termine voy a estar contenta por haberlo terminado y al mismo tiempo algo triste por todo aquello que no incluí dentro del texto, ya que es imposible plasmar todo lo que tenía en mente al empezar. Las palabras nos habilitan y a la vez nos limitan para expresarnos, es inevitable y me entristece. Cuántas veces alargamos algún proyecto sin poder terminarlo, como forma de no enfrentarnos al dolor de lo que quedó afuera, o para que no se acabe… sin darnos cuenta de que entonces tampoco podemos celebrar lo que sí hicimos. Porque conectar con la tristeza nos habilita a conectarnos también con la alegría y evitarla nos anestesia al dolor pero también al entusiasmo y la alegría. Reconocer el dolor de haberme perdido una etapa de mis nietos me ayudó a disfrutarlos a pleno cuando pude verlos y pasar tiempo con ellos. Incluso me hizo planear este año laboral de otra forma para intentar disfrutar su cotidianeidad.
La tristeza, cuando la atendemos, nos invita a aquietarnos, a bajar el ritmo, a buscar quedarnos en casa, a enroscarnos en nosotros mismos o abrazarnos con alguien que nos quiere y nos puede acompañar; nos lleva a pensar, recordar, hacer balance, hablar de aquello que perdimos para poder aceptarlo y despedirnos.
Es raro que la tristeza se termine del todo, suele quedar un dejo de nostalgia con el que aprendemos a vivir. Las experiencias nos cambian y con el acompañamiento de nuestros seres queridos esos cambios pueden integrarse y ser parte de la maduración.
Tristezas de todos tipo y tamaño nos tocan a todos y no nos piden permiso, simplemente llegan. No existe una opción entre ponernos tristes o no, sino entre 1) aceptar que estamos tristes, encontrar el motivo que nos llevó a estarlo y ponernos a trabajar para elaborarlo; o 2) hacer todo lo posible para no conectar con ella, que de todos modos sigue allí, escondida, esperando una oportunidad para aparecer.
Es raro que la tristeza se termine del todo, suele quedar un dejo de nostalgia con el que aprendemos a vivir. Las experiencias nos cambian y con el acompañamiento de nuestros seres queridos esos cambios pueden integrarse y ser parte de la maduración.
¿Y qué nos pasa con las inevitables tristezas y dolores de nuestros hijos? No queremos que sufran, pero nuestras estrategias para evitarles el dolor los dejan muy solos con lo que les pasa, los hacen dudar de sí mismos o los fuerzan a esconderlo más hondo.
A veces nos cuesta entender su tristeza: “No te pongas mal porque tu amigo se va a vivir a otro país, vas a poder verlo por zoom, desde que tu tía se fue a vivir afuera charlamos más que antes”. Puede ser… Pero por zoom no se puede jugar al fútbol, ni podemos abrazarnos, ni vamos a poder hacer juntos la tarea. Otras veces los confundimos al esconder nuestra tristeza, no necesitamos contarles todo lo que nos pasa, pero confirmemos que están viendo bien si nos ven tristes. “Es por un tema de grandes, despreocupate” alcanza para tranquilizarlos.
No podemos aliviar el dolor de nuestros hijos, sí podemos darles la mano para transitarlo, sin apurarlos. Es notable que cuando hacemos fuerza para “sacarlos” de ese lugar probablemente logremos lo contrario: en su afán de convencernos de la validez de su tristeza quedan varados en ella sin poder salir.
A algunos chicos les cuesta conectar con el dolor y a otros desconectar. Estemos atentos porque quizás necesiten nuestro permiso para volver a divertirse y disfrutar a pesar de su pérdida, incluso en honor a ella.
Como dice Myriam Greenspan, “no hay vida posible sin pérdidas, por lo tanto no podemos no sufrir dolor”.
Vivir duele, crecer duele, el tema es que conectemos con esas tristezas y podamos crecer y aprender, de modo de seguir hacia adelante livianos e integrados.
Psicóloga