Hablemos de familia. La importancia de postergar el inicio de la competencia
Otros estímulos: debemos alentar en los chicos la exploración, el esfuerzo y los ensayos más allá del resultado
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Aprendimos –o nos enseñaron– a competir desde muy chiquitos: “¿por qué no serás colaborador como tu hermano?”, “sos tan celoso, igualito a tu tío Pedro”, “apurate a terminar de comer así le ganás a tu prima”, “sos tan prolija, no como tu hermana…” Ordenado, buena, responsable y muchos otros adjetivos que lanzamos a mansalva, con la intención más o menos consciente de fomentar en ellos ciertos rasgos, de empujar a los chicos hacia adelante, en el rumbo que a nosotros nos parece adecuado.
Seguramente así lo hicieron nuestros padres en nuestra infancia y tenemos ese mecanismo grabado a fuego en el cerebro. Los adultos de hoy fuimos criados desde chiquitos en la competencia, primero con hermanos, luego durante años en la escuela (a mí me entregaban el boletín por orden de notas –del mejor al peor–, por suerte era buena alumna pero no puedo ni imaginarme cómo lo habrá pasado la que lo recibía última).
Hoy sabemos que para los chicos la competencia no funciona como estímulo para mejorar sino que puede resultarles humillante, estresante, tóxica y que ellos consumen energía, ya sea en distraerse intentando no darse cuenta, escondiendo lo que sienten, y/o desintoxicándose de esos intentos bienintencionados, aunque dañinos, de estimularlos.
El problema no es la competencia en sí, si no apurarnos a usarla. En adolescentes grandes y en adultos funciona impecablemente para dar lo mejor de uno mismo, cuando ya tenemos un yo fuerte y recursos que nos permiten hacerlo saludablemente, sabiendo que podemos perder, o no ser elegidos, reconociendo que es algo que nos pasa y que no habla de nuestro valor como personas: competimos en una audición para actuar en una comedia musical, con el curriculum para obtener un trabajo, haciendo un deporte, o en un concurso literario. Es parte de nuestra vida de todos los días y nos cuesta darnos cuenta de lo perjudicial que puede ser para los chicos. De todos modos no siempre es así: muchos adultos no logran dar lo mejor de sí en la competencia, se asustan, se vienen abajo por el miedo al fracaso y en cambio florecen con otro tipo de estímulos.
Hoy sabemos que para los chicos la competencia no funciona como estímulo para mejorar sino que puede resultarles humillante, estresante, tóxica y que ellos consumen energía, ya sea en distraerse intentando no darse cuenta, escondiendo lo que sienten, y/o desintoxicándose de esos intentos bienintencionados, aunque dañinos, de estimularlos.
De grandes vemos que la competencia nos ayuda a esforzarnos y a mejorar. El tema es revisar a qué edad conviene que empiecen a competir, y en qué temas.
El bebé recibe primero amor, presencia, disponibilidad, empatía, incondicionalidad y en esa matriz de un vínculo seguro aprende del modelo de sus padres que están allí para ayudarlo y acompañarlo a desplegar sus mejores rasgos. En ese ambiente seguro, con muy poquito estado de alerta o de defensividad es que aprende a confiar en sí mismo y a entregarse a esas relaciones y a buscar otras nuevas a medida que crece. Y se anima a pensar, a inventar, sin medirse con otros, compitiendo eventualmente consigo mismo. Interesante opción para los padres comparar a nuestros hijos con ellos mismos: sus dibujos de este año con los del año pasado y los del anterior, lo mismo con su nivel de lectura comprensiva y muchos otros temas. Que ellos entiendan que con el tiempo llegan a sus objetivos, pero que no se acostumbren a mirar al vecino porque pierden fuerza al hacerlo; lo ideal es que se miren a sí mismos y traten de mejorar. Estimulemos, alentemos sus esfuerzos para que logren desplegar la mejor versión de sí mismos y no de lo que nosotros queremos para ellos.
De todos modos, y aun sin favorecerla, la competencia surge entre los chicos. El tema es que no la incentivemos antes de tiempo. Ellos compiten por la atención y el amor de su madre o padre, por el uso del celular de papá o mamá, observan a quién miramos con más amor o prestamos más atención, a quién vamos a ver al partido, a cuál dejamos que nos ayude en la cocina, etcétera. Y concluyen: lo quiere más que a mí (es decir, perdí), o me quiere más que a ella (¡gané!).
Evolutivamente, alrededor de los nueve años están listos para jugar un partido y ganar o perder, y en la adolescencia ya pueden participar de torneos y campeonatos. Desde mucho más chicos juegan y ganan o pierden, y en esas edades vemos a menudo sus intentos de cambiar las reglas, hacer trampa, enojarse, incluso abandonar, cuando están perdiendo porque emocionalmente no están preparados para perder… Y ahí estamos los padres para acompañar su dolor, para que sepan que no es el fin del mundo ni se les va la vida en ese partido, para, sin enojarnos, acompañarlos a aprender a tolerar las reglas y acatarlas.
Alentemos, estimulemos la exploración, el esfuerzo, los ensayos, independientemente del resultado. Valoremos el coraje de intentar, el deseo de volver a hacerlo, descubriendo los fracasos y los errores como parte del aprendizaje y del proceso. Para poder hacerlo muchos adultos tenemos que revisar algunos prejuicios, esos temas que aprendimos de chicos y que hoy usamos sin revisar su validez.
La sociedad favorece por demás la competencia para obtener resultados y esto desanima a los chicos que no tienen suficiente fortaleza interna para percibirlo como estímulo. Sería interesante que fuéramos poniendo el foco en valorar el esfuerzo, incluso el camino recorrido, independientemente del resultado. Pareciera que no alcanza con transpirar la camiseta, jugar en equipo y correr la pelota. Si no hacemos goles, si no ganamos el partido, parece que no sirve. Y no solo en los deportes, lo mismo pasa en infinidad de temas, veámoslo en el dictado o en la prueba de matemática: no se trata de esforzarse para aprender o estudiar para saber, si no estamos atentos podemos hacer sentir a nuestros hijos que lo único que importa es la nota que se sacaron.
Alentemos, estimulemos la exploración, el esfuerzo, los ensayos, independientemente del resultado. Valoremos el coraje de intentar, el deseo de volver a hacerlo, descubriendo los fracasos y los errores como parte del aprendizaje y del proceso. Para poder hacerlo muchos adultos tenemos que revisar algunos prejuicios, esos temas que aprendimos de chicos y que hoy usamos sin revisar su validez. Cuando lo hacemos, nuestros hijos pasan menos tiempo compitiendo, a la defensiva o al ataque, y gracias a eso pasan más tiempo creciendo, aprendiendo y disfrutando de la infancia.
Psicóloga