Hablemos de familia. Enojarse no está mal, solo hay que aprender a hacerlo
Furia de pasiones: no se trata de reprimir la ira, sino de identificarla, encauzarla y convertirla en una energía positiva
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El enojo es parte de un mecanismo de supervivencia que se pone en marcha desde hace muchísimo tiempo, cuando el ser humano vivía en cuevas o en la selva; en esa época su permanencia en esta tierra dependía del enojo y del miedo que habilitaban respuestas rápidas y eficaces en momentos de peligro. Hoy sólo muy pocas veces es de vida o muerte, pero sigue siendo necesario que nos enojemos en muchas situaciones: por ejemplo, cuando se violan nuestros derechos, cuando nuestra seguridad o la de nuestros seres queridos están en juego, o ante injusticias que sufrimos u observamos.
El enojo es una de las emociones básicas, una señal de alarma necesaria que nos ofrecen nuestras hormonas para avisarnos que algo está mal o que algo o alguien está invadiendo nuestra frontera (física o emocional). Sentir enojo nos alerta y prepara para defendernos, pero a diferencia de los animales (a ellos nadie les enseñó que está mal enojarse), es muy probable que tengamos una opinión negativa sobre esta emoción: es lo que aprendimos de chicos cuando nos decían a cada rato: “¿cómo te vas a enojar si no lo hizo a propósito?”, o “es chiquito, no te enojes”, o “por algo habrá sido”…
El enojo es humano, necesario e inevitable. Pero tiene mala prensa, por la forma impulsiva, no pensada, en que a menudo reaccionamos, en lugar de utilizarlo como señal para responder reflexivamente, desde nuestro cerebro integrado –sumando la corteza, la parte más humana de nuestro cerebro–, tomándonos el tiempo de evaluar la situación, entender el porqué de nuestro enojo y actuar en consecuencia. De ese modo podemos elegir lo que hacemos a partir de lo que sentimos, y así aprendemos (y con nuestro ejemplo enseñamos a nuestros hijos, alumnos, amigos, empleados o jefes) a manejar este sentimiento y usarlo en nuestro beneficio, sin olvidar al otro ni al entorno.
El buen enojo, la agresividad sana, es una fuente de fuerza: nos da energía, nos motiva a mejorar, alimenta nuestras ambiciones y nuestras metas, ayuda a definir nuestra identidad y nuestras fronteras, quiénes somos y quiénes no somos, qué queremos. Reconocer que no está mal enojarnos mejora nuestra autoestima.
El buen enojo, la agresividad sana, es una fuente de fuerza: nos da energía, nos motiva a mejorar, alimenta nuestras ambiciones y nuestras metas, ayuda a definir nuestra identidad y nuestras fronteras, quiénes somos y quiénes no somos, qué queremos. Reconocer que no está mal enojarnos mejora nuestra autoestima. En cambio nos debilitamos cuando no nos conectamos con el enojo porque consumimos energía en tapar, negar, reprimir, racionalizar o acusar a otro de ser el causante de ese sentimiento con el que no estamos cómodos.
Hace años que me interesa el tema y eso me llevó a elegirlo para la charla TEDx Córdoba en 2016, y este año a escribir con mi hija Sofía Chas el libro Coco y Mini se enojan, en el que además abordamos el tema de los berrinches de los más chiquitos.
Hay enojos que no son agresividad sana:
a) La violencia y la agresión de cualquier tipo hablan de una respuesta impulsiva no procesada ni integrada.
b) En algunas oportunidades el enojo aparece en lugar de otra emoción, nos hace sentir fuertes y nos prepara para defendernos. Aparece después de haber sentido otra emoción “fragilizante”, como vergüenza, ofensa, frustración, miedo, humillación, incomodidad, incluso tristeza. En esos casos “preferimos” (no conscientemente) sentir enojo a ver y/o mostrar nuestra vulnerabilidad. ¿Suena raro? Puede ser, pero es muy humano…
c) Otras veces nos enojamos con el otro como proyección de nuestro enojo con nosotros mismos, por no poder hacernos cargo, como el chico que se enoja con su mamá (¡”Perdí a la Play porque vos entraste y me distrajiste!”) porque no puede aceptar que fue él el que perdió.
¿Qué pasa cuando no procesamos bien el enojo? La emoción no procesada sigue por “rizoma”, va por debajo de la tierra y aparece en los momentos y lugares y con las personas menos pensados y apropiados.
El enojo contenido, reprimido, negado, suprimido, vuelto contra nosotros mismos, tanto puede llevar a enfermedades o ansiedad, como a ciclos de represión y estallido o a violencia de cualquier tipo, mal humor permanente, irritabilidad.
Así, andamos por la vida con el freno de mano puesto porque gastamos energía en no sentir (energía que sería nafta de primera calidad para poder defendernos bien) y nos falta energía vital, fortaleza, habilidad, confianza, autoestima.
O damos respuestas equivocadas y tomamos malas decisiones, fruto del desconocimiento de lo que sentimos.
O sacamos el enojo estallando como la lava de un volcán, como si el solo sacarlo para afuera sirviera para resolver.
Pensar o sentir no es hacer: concedámonos a nosotros y a nuestros seres queridos el derecho a la protesta, aceptemos todo lo que sentimos, pensemos “en borrador”. Porque cuando solamente lo hacemos “en limpio”, desaparece nuestra conexión con el mundo interno, la espontaneidad y originalidad. Siempre hay tiempo para ver qué hago con lo que siento.
Por el simple hecho de vivir causamos dolor y/o enojo a otros, y otras personas nos hacen sentir lo mismo a nosotros. Salir del enojo es un logro para el que no hay atajos, pero primero es necesario conectarse con el mundo interno.
Lleva muchos años acompañar a los chicos para que aprendan a sentir y a resolver bien lo que sienten, a encauzarlo. Es fundamental ese acompañamiento ya que, por ejemplo, la energía de un válido enojo con la injusticia social podría usarse con objetivos muy diferentes: tanto podría llevarlos a robar o a poner una bomba, como a estudiar Asistencia social, colaborar en alguna ONG, o trabajar en Médicos sin fronteras.
Tenemos que animarnos a conectar con ese buen enojo para poder cuidar bien nuestras fronteras: las de nuestra persona, nuestra gente querida, nuestras pertenencias, nuestra casa, incluso de nuestra patria.