Hablemos de familia. ¿Cuál es el apuro para que nuestros hijos crezcan?
Cada chico tiene su propio ritmo de maduración; respetarlo es un arte necesario
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En condiciones ideales los embarazos duran alrededor de nueve meses, y bien sabemos que las cosas pueden complicarse cuando nace un bebé prematuro. ¿Qué nos está llevando a permitir que nuestros chicos salteen y quemen etapas y lleguen a la siguiente sin la madurez suficiente para abordarla?
La integración del cerebro –hasta llegar a su pleno funcionamiento, alrededor de los 25 años de edad– se va dando desde el principio de los tiempos a partir de conexiones neuronales consecutivas durante el crecimiento, cumpliendo los tiempos internos de maduración y no los del mundo externo. Un chico de cuatro años puede patear una pelota, incluso hacer un gol, pero no tiene los recursos que necesita para tolerar perder un partido sin enfurecerse, o sin acusar al otro de hacer trampa, o sin tratar de inventar sus propias reglas.
Los chicos están apurados por crecer y los adultos no se dan cuenta de que ellos favorecen ese apuro. Pero la maduración emocional no puede acelerarse, lleva tiempo, conexiones humanas, experiencias de todo tipo, permisos y negativas paternas y maternas. También hace falta deseo, que lleva a buscar e investigar, deseo que proviene de que las cosas no lleguen servidas (incluso antes de que se les ocurran); proviene de tener que esperar las cosas y así disfrutarlas cuando finalmente llegan.
La tarea de los adultos es ofrecer condiciones adecuadas para esa maduración. Y quiero invitar a los padres a revisar los temas que la favorecen, considerando que realmente beneficien a sus hijos.
Recuerdo un chiquito de nueve años de un pueblo del interior cuyos padres me convocaron para dar una charla. Él quería que yo defendiera su causa de tener un teléfono celular porque casi todos sus amigos lo tenían y él no. Enseguida agregó: “X tampoco tiene porque tuvo dos, uno se le cayó a la bañadera y se arruinó; el otro lo perdió, y sus padres no volvieron a comprarle otro”. ¿Para qué necesitan un celular chicos de esa edad? En un pueblo donde todos se conocen, a una edad a la que no van solos a ningún lado. A esa edad no tienen la fortaleza interior para hacer un uso criterioso y acotado, incluso pueden hacer mal uso y/o meterse en internet, en páginas que les hacen daño, que no entienden, que los asustan o les resultan tóxicas: todas cuestiones muy difíciles de controlar para los padres. Y sus padres, ¿por qué se los dan? ¿O para qué? Seguramente sea porque se lo pidieron y no se les ocurre pensar si es bueno para ellos. O quizá para que tengan algo que ellos no tuvieron, para no se queden fuera del grupo, para que no sufran por la frustración de tener que esperarlo. O para que no se enojen, para que sean de los primeros en tenerlo y eso les dé alguna ventaja frente al grupo… Por supuesto que un chico diabético necesita un celular para que sus padres controlen sus curvas de insulina; a menudo también los padres separados les dan a sus chicos un celular para poder comunicarse (y ojalá esos padres actuaran con la madurez necesaria como para que no hiciera falta ese celular). Pero que 20 de 22 chicos de 9 años tengan celular difícilmente tenga que ver con sus reales necesidades.
En el afán de respetarlos, hoy nos fuimos al otro extremo y los apuramos sin dar tiempo a la maduración. Los más chiquitos tienen que jugar durante muchos años, para divertirse, aprender, socializar, aprender reglas de convivencia, incluso se “autocuran” jugando y procesan sus dificultades emocionales.
Las generaciones anteriores de padres no se cuestionaban estos temas; el pantalón largo o maquillarse venían a una determinada edad y los adultos seguían haciendo lo mismo que habían hecho sus propios padres sin revisarlo y sin dar lugar a los reclamos de los hijos. En el afán de respetarlos, hoy nos fuimos al otro extremo y los apuramos sin dar tiempo a la maduración. Los más chiquitos tienen que jugar durante muchos años, para divertirse, aprender, socializar, aprender reglas de convivencia, incluso se “autocuran” jugando y procesan sus dificultades emocionales. Aunque nos cueste aceptarlo, las pantallas no cumplen esta función, y tampoco la competencia antes de tiempo. Por causa de ellas los chicos dejan de jugar cada vez más temprano, con serias consecuencias en sus niveles de estrés por tener pocas oportunidades para procesar las cosas vividas.
Los mismos padres llevan a los chicos a talleres y actividades diversos, sin preguntarse si son adecuados para su edad o nivel de maduración. El objetivo es que se destaquen, o que salgan de casa y estén entretenidos y no peleen con los hermanos. La oferta es cada vez más amplia y no siempre busca lo que hace bien en cada etapa.
Del mismo modo, se adelantan formas de vestirse, moverse, bailar; entran en las casas por TikTok por ejemplo, porque hubo un adulto que prestó un celular.
Por ese camino se van perdiendo el juego libre, el jugo simbólico, la música infantil, los intereses de los chicos…
Caminan a pasos agigantados como el gato de siete leguas, ¿y quién los corre? Seguramente sea la sociedad de consumo, que los invita a descartar sin haber disfrutado, y mucho menos agotado, las experiencias infantiles; sin haber tenido tiempo de madurar, de cansarse, y de buscar algo nuevo a partir de esa saturación, de haber investigado concienzudamente todos los rincones de cada etapa hasta estar listos y confiados como para pasar a la siguiente.
Acompañemos a nuestros bebés, disfrutemos nuestro tiempo con ellos sin apurarlos a caminar, correr, hablar, aprender. Disfrutemos también a nuestros deambuladores en sus juegos e investigaciones, y a nuestros chicos de jardín y de primaria en el juego, la socialización y en sus aprendizajes. Que sean ellos los que marcan el paso de su crecimiento, mirando hacia adentro en lugar de hacia esas atractivas piedritas de colores que propone la sociedad de consumo y que a los chicos les cuesta mucho más que a nosotros reconocer como tales y no confundir con valiosas piedras preciosas.