Hablemos de familia. Animarse a crear nuevos caminos neuronales
Automatismos: el gran desafío es reconocerlos y construir otros vínculos entre padres e hijos
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Criamos a nuestros hijos como fuimos criados o, si no les gustó lo que ocurrió en su infancia, algunas personas intentan hacer todo lo contrario de lo que hicieron sus padres. Ninguna de esas alternativas es verdaderamente libre e independiente y además reniega de todas las concepciones fascinantes que nos vienen ofreciendo en los últimos años tanto la teoría del apego como las neurociencias, la inteligencia emocional, el mindfulness, la disciplina positiva y otros.
Uno de los inconvenientes que encontramos hoy para encontrar nuestro rumbo personal de paternidad es el bombardeo de informaciones que llega por múltiples canales. Lo que recibimos en las redes sociales y en los libros que se publican y publicitan en esas mismas redes es un caudal enorme que no resulta sencillo filtrar de modo de quedarnos con aquello que nos resulta valioso, más compatible con nuestra cosmovisión, o encontrar los conceptos que podrían facilitar la tarea de acompañar a nuestros hijos en su crecimiento.
A esto se agrega que durante casi dos años de pandemia nos ocupamos más de sobrevivir que de vivir. Los adultos, pasados de tareas, responsabilidades, preocupaciones y estrés, hicimos en este tiempo lo que pudimos y no lo que queríamos. No teníamos opción ni tiempo de revisar otras concepciones que pudieran resultarnos interesantes o útiles.
Estamos en un buen momento: se terminan las clases, en las casas hay menos apuro y presiones, la pandemia está dándonos un respiro, los próximos meses pueden ser una gran oportunidad para revisar lo que estamos haciendo e incorporar algunas ideas: la empatía, el amor incondicional, la confianza en el adulto y en la vida que surge en un vínculo seguro, la potencia de un límite puesto con amor y firmeza y no a través de miedo, castigos o amenazas…
Una de las dificultades para lograrlo está en nuestros antiguos caminos neuronales. ¿Qué significa esto? Que por una cuestión de economía energética, cuando en nuestro cerebro algunas neuronas se “encienden” juntas varias veces se arman caminos, vías, que se recubren de mielina y quedan fijadas, se automatizan. Esto nos permite hacer muchas cosas sin necesidad de pensar en ellas, como lavarnos los dientes, andar en bicicleta o manejar un auto. Es muy cómodo, pero también nos lleva a reaccionar siempre de la misma forma ante estímulos parecidos, y no siempre son las mejores respuestas o las que elegiríamos si pudiéramos pensarlo y, eventualmente, salir de ese automatismo no elegido.
Una de las cuestiones que complican la tarea de desactivar los viejos caminos es que al hacer algo diferente surgen en nosotros el miedo, el dolor, la soledad, el enojo, el rechazo, la sensación de inadecuación que sentimos ante aquellos retos, castigos y amenazas de nuestros padres. A menudo nos cuesta cambiar porque implica entrar en contacto con ese dolor.
A esto se suma que nuestros caminos neuronales relacionados con la crianza empezaron a configurarse muchos años atrás, en nuestra infancia, con las respuestas y reacciones de nuestros propios padres. Es por eso que nos encontramos muchas veces haciendo cosas que nos habíamos jurado a nosotros mismos no repetir porque no nos habían gustado cuando éramos chicos, desde zamarrear a nuestros hijos o insultarlos a decir frases como “me vas a matar a disgustos” o “te voy a mandar pupilo”.
Ante una situación que nos estresa, y sin pedirnos permiso, nuestro cerebro entra en función de supervivencia dejando fuera de acción al lóbulo prefrontal de la corteza –nuestra “computadora central”, que toma las decisiones integradas y pensadas– y responde siguiendo esos caminos neuronales antiguos, armados según lo que ocurrió cuando éramos demasiado chiquitos para poder hacer algo distinto, incluso protestar o defendernos de alguna forma.
Una de las cuestiones que complican la tarea de desactivar los viejos caminos es que al hacer algo diferente surgen en nosotros el miedo, el dolor, la soledad, el enojo, el rechazo, la sensación de inadecuación que sentimos ante aquellos retos, castigos y amenazas de nuestros padres. A menudo nos cuesta cambiar porque implica entrar en contacto con ese dolor. Solo cuando nos damos cuenta podemos dejar de “repetir para no recordar”, como he dicho en otras oportunidades. ¿Cómo empezamos? Respirando hondo y tomando conciencia de que ya no somos chiquitos ni estamos indefensos, que hoy somos adultos y podemos abrazar a nuestro “niño interior” –ese chiquito asustado que vive dentro nuestro, con miedo a perder el amor de sus padres– y ayudarlo a sentirse seguro y a confiar porque hoy nuestro yo adulto puede acompañarlo mientras hacemos lo mismo con nuestros hijos. Así, en un círculo virtuoso, acompañando de una nueva manera a nuestros hijos curamos las heridas de nuestra infancia. Abrazando a nuestro niño interior podemos responder desde nuestro cerebro integrado en lugar de reaccionar igual que antes ante las conductas inadecuadas de nuestros hijos.
Abrazando a nuestro niño interior podemos responder desde nuestro cerebro integrado en lugar de reaccionar igual que antes ante las conductas inadecuadas de nuestros hijos.
No gastemos energía en enojarnos con nuestros padres porque no hicieron aquello que hoy estamos aprendiendo; la sociedad y el contexto eran muy diferentes y ellos no sabían todo lo que hoy está al alcance de nuestra mano.
Dos advertencias: dicen las investigaciones que hacen falta veintiún días para que se consolide un hábito, para que se instale un nuevo camino neuronal, por lo que no nos enojemos cuando nos cueste sostener los cambios. Las viejas vías neuronales son como una autopista pavimentada e iluminada, es muy fácil volver a ellas ante la mínima distracción. Intentamos armar un camino nuevo, de tierra, poceado, oscuro, desconocido, lento… Con seguridad vamos a volver a caer en la autopista pero, al ver los resultados en el momento mismo en que lo hacemos, vamos a ir prefiriendo el camino nuevo, que de a poco va a ir automatizándose. Nos va a llevar tiempo. ¡Y mucha paciencia y compasión hacia nosotros mismos y nuestros hijos!
Psicóloga