¿Hablar de política o hacer política?: un equilibrio delicado
Los verdaderos líderes, aquellos que se destacan por sus transformaciones, surgen en las democracias, no en las dictaduras; son los que consolidan cambios de fondo en un sistema estable
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Parafraseando a Aristóteles, la política se dice de muchas maneras. Quienes la han dicho son los grandes pensadores, es decir, quienes hablan de política y muy pocas veces han intentado hacerla, desde que asistieron al fracaso de Platón y su intento de plasmar su república ideal en la corte de Dionisio de Siracusa, que lo expulsó y terminó siendo vendido como esclavo.
En el ámbito de la teoría, el concepto de política se puede agrupar en dos categorías principales: la política como la lucha por el poder o la política como arte de negociación para perseguir el bien común. La primera es la definición canónica que proviene de Maquiavelo, en la que la política es realpolitik, se concentra en sí misma y se distancia de consideraciones éticas; la segunda corresponde a los autores que, desde Aristóteles, han defendido que el fin de la política es contribuir a que los hombres vivan bien y, por tanto, se orienta a perseguir objetivos valiosos que exceden a la política en sí. En tiempos modernos, James Madison y Thomas Jefferson, egregios pensadores y padres fundadores de los Estados Unidos, encarnaron las dos categorías mencionadas. Mientras Madison aspiraba a constituir la democracia norteamericana sobre bases de representación política, asentadas en consideraciones históricas y realistas, y, de este modo, evitar la lucha de facciones en una nación extensa, Jefferson buscaba mantener los ideales del espíritu revolucionario original, la “revolución permanente”, incorporando en la constitución los consejos (asambleas municipales) para permitir la participación directa de los ciudadanos y evitar que los políticos profesionales se alejasen de esos ideales. A Madison le importaba establecer un sistema para controlar la lucha por el poder; para Jefferson era prioritario instituir un sistema político más radical y utópico que persiguiera fines superiores a la política.
Partiendo de esta distinción en el ámbito del pensamiento, entre autores que privilegian estudiar la política dura que se hace versus aquellos que analizan la política ideal que se teoriza, cabe dar un paso adicional y preguntarse cuáles son las relaciones entre los intelectuales y la política, una relación sumamente problemática a lo largo de la historia.
El intelectual tiene la noble misión de la verdad y, en consecuencia, no se siente cómodo en la arena política, en la que los políticos suelen modificar sus posiciones en función de cálculos de poder o de conveniencias electorales. El intelectual se siente perdido ante las efectividades conducentes, como decía Yrigoyen, y apela a la libertad de opinión para criticar las acciones de los políticos cuando se oponen a su propia visión. Por su parte, el político reacciona criticando al intelectual porque no entiende las restricciones de la realidad en que debe ejercer su poder. Cree que es fácil opinar desde la tribuna, sin embarrarse en la lucha política. Por eso, en las circunstancias políticas de cualquier época, siempre serán mayoría los que hablan de política y unos pocos elegidos los que la hacen y transforman sus sociedades.
En su famosa tesis XI, Marx tomó partido por la acción política: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (Tesis sobre Feuerbach). En la línea de Max Weber, el político persigue el elevado ideal de contribuir al bienestar de su pueblo, aunque en el camino deba abandonar la ética de la convicción, materia esencial de los intelectuales.
En otro sentido, y para valorizar el rol del pensamiento, se suele afirmar que sin teoría política no existe praxis política, pero lo cierto es que las comunidades humanas se gobernaban mucho antes de que se especulara sobre los mejores sistemas políticos. Al intelectual le cuesta admitir que las sociedades evolucionaron y progresaron al adoptar formas de gobierno que les otorgaban la primacía sobre otros grupos competidores. Y prefieren creer que las sociedades son maleables según sus teorías “constructivistas”, para utilizar una acertada expresión de Hayek. Bajo esta perspectiva, Hayek debería ser considerado un pensador realista que describe la realidad de las sociedades existentes y reconoce las limitaciones del intelecto humano, por lo que no se deja llevar por modelos ideales, incluyendo los económicos. Sin embargo, aun en este caso en que el intelectual asume la modestia de su rol, se limita a hablar de política. En tanto que el político se arremanga, toca la realidad y la convierte en argamasa para transformarla. Hablando de política es posible la magia de la dialéctica y la retórica. Haciendo política solo es posible enfrentar la dura resistencia de los intereses en pugna.
El riesgo del intelectual es caer en la deformación del bárbaro especialista (Ortega dixit), que sabe de teoría política, pero cree que su sabiduría es suficiente para hacer política. El riesgo del político es enamorarse del poder, su materia prima básica, pensar en perpetuarse y finalmente fracasar en lograr cambios que perduren. Por eso, los verdaderos líderes políticos, aquellos que se destacan por sus transformaciones, surgen en las democracias y no en las dictaduras. Los primeros consolidan cambios de fondo en un sistema estable; estos apenas logran una cuota efímera de transformaciones que desaparecen con su muerte.
No es simpático afirmar que hacedores de discursos hay muchos, y me incluyo en este grupo, y hacedores políticos hay menos. ¡Enhorabuena que hablemos de política! Pero aplaudamos a quienes hacen política por nosotros, navegan en aguas turbulentas y son irreemplazables.
Ortega citaba a menudo una frase de Nietzsche: el artista es el hombre que danza encadenado. Adaptando esa frase a nuestra realidad actual, la Argentina quizás haya encontrado para salir adelante el político que danza encadenado, un político que conoce la teoría general de la danza, pero está demostrando la flexibilidad y la apostura de un artista para danzar con pesadas cadenas en la cima de un volcán.