Guillermo Roux, libertad y fidelidad
Con frecuencia, la estética y la ética de una vida acompañan a un artista hasta la muerte y aún más allá. El lunes de la semana pasada, el funeral del Guillermo Roux, en Pilar, fue una ilustración de esa clase de conducta. El artista estuvo consagrado por completo a su vocación hasta el final. Evitaba cualquier cosa que lo distrajera de ella, a pesar de que era muy curioso y muy sensible a las distracciones; tenía un secreto y un don: era capaz de convertir casi cualquier objeto o episodio en materia de sus dibujos y pinturas, como lo prueban los elementos de uso doméstico que sus lápices y bolígrafos convirtieron en imágenes imborrables en el último período de su existencia.
En la despedida de Roux no hubo presencias oficiales. Solamente estuvieron dos personalidades del mundo de la política: Lilita Carrió y Antonio Salonia, que eran sus amigos. En cambio, hubo una asistencia masiva de sus alumnos, acongojados por la pérdida de un maestro del arte y de vida. Por cierto, también llegaron hasta Pilar las amistades que lo conocían desde hace más de medio siglo.
En primera fila, Franca Beer, la mujer de Guillermo, mostró la entereza y la sonrisa de aceptación que su esposo habría deseado en esas circunstancias. Sin abandonar esa expresión de calma y bienvenida a los asistentes, le musitó a un allegado: “Por dentro, estoy destrozada”. Ella creó las condiciones para que Roux llegara ser el gran artista que fue. También estaban la hija del maestro y el hijo de Franca.
Conocí a Roux a principios de la década de 1980. Lo entrevisté muchas veces. Teníamos amigos comunes. El humor, la precisión en el uso de las palabras, el don de narrar, la elegancia, pero también el desparpajo eran los mismos que uno encuentra en sus obras. No faltaba el misterio, tampoco el silencio y la escucha sagaz, equivalente a su mirada.
Guillermo trabajó hasta pocos días antes de morir. Había emprendido una tarea muy exigente: distintas versiones de La balsa de la Medusa (Le radeau de la Méduse), el enorme cuadro de Géricault, que se exhibe en el Louvre. La biógrafa de Roux, María Paula Zacharías, con gran gentileza, me envió fotografías de algunas de esas imágenes. Naturalmente las recreaciones están hechas a escala y con un sentido actual: los racimos de cuerpos desnudos que luchan por subir a la jangada son de los migrantes que cruzan el Mediterráneo para llegar de África a Europa y también, simbólicamente, los que huyen de la pandemia. Ese torbellino de carne torturada y condenada por el mar evoca a otros pintores: al Miguel Ángel de Juicio Final en la Capilla Sixtina; y también a Escena del diluvio, de Anne-Louis de Girodet.
Para ese combate por sobrevivir, Roux empleó distintas técnicas, pastel, carbonilla, collage de diarios, témpera. Es muy posible que el conjunto de ese último período se exponga póstumamente en el Museo Nacional de Bellas Artes en 2022. En el mismo ámbito se exhibieron los dibujos de Diario gráfico (2015-2017) en 2018. Ojalá ese homenaje postrero se realice.
Eduardo Stupía, cuya estética es muy distinta de la de Roux, se refirió en una nota publicada el sábado pasado en la revista Ñ, “Las lecciones rupturistas del maestro”, a cómo Guillermo empleaba el conocimiento del lenguaje clásico y el virtuosismo de su oficio para contravenir leyes formales y cometer infracciones “secretas” que colegas “experimentalistas” no advertían: carecían de elementos para darse cuenta de lo que Roux hacía con impunidad y respeto a la inspiración clásica y “melódica” de su estilo.
Del mismo modo, la relación profunda que Franca y él mantuvieron se alimentó de un amor hecho de respeto mutuo, admiración recíproca y la pasión que honra la verdadera fidelidad, la que acepta la libertad del amado.ß