Guerra y paz, épica y artesanía
MONTEVIDEO.- Octavio Paz, hombre sabio si los hubo, escribió: “Kant dijo que las monarquías son más propensas a las guerras que las repúblicas, pues en las primeras el soberano considera al Estado como su propiedad. Naturalmente, por sí solo, el régimen democrático no es una garantía según lo prueban, entre otros, la Atenas de Pericles y la Francia de la Revolución. La democracia está expuesta, como los otros sistemas políticos, a la influencia nefasta de los nacionalismos y las otras ideologías violentas. Sin embargo, la superioridad de la democracia en esta materia, como en tantas otras, para mí es irrefutable: la guerra y la paz son asuntos sobre los que todos tenemos no solo el derecho sino el deber de opinar”.
De este párrafo se nos va la mirada a la nueva monarquía zarista que gobierna en Rusia, restauradora de un nacionalismo territorial propio de los tiempos de Pedro el Grande y Catalina. Esa monarquía ha recuperado también la bendición religiosa, al reincorporar el poder público a la Iglesia Ortodoxa, otrora sepultada por el marxismo leninista en que se formó Putin. Este no tiene nada enfrente. Aunque resulte paradójico, hoy tiene menos contralores que los gobernantes soviéticos, sometidos a la mirada constante del Politburó y a la eventualidad de una sentencia decapitadora como a tantos les ocurrió.
La Rusia posterior a Gorbachov pareció construir, por vez primera, una democracia. Todo iba hacia allí, pero –valga la reflexión de Octavio– no logró preservarse de un nacionalismo agresivo, que renació ante la primera oportunidad en que las dificultades internas y el personalismo abrieron el camino a un despotismo que, como es natural, encontró en la agresión y la guerra una oportunidad para revalidarse en la exaltación de la Gran Madre Rusia histórica.
Una vez más, entonces, queda claro que mantener la paz requiere del concurso de todos y que –sigamos con Octavio– “la libertad no está antes de la paz pero tampoco está después: son indisolubles. Separarlas es ceder al chantaje totalitario y, al fin, perder una y otra”.
Esto nos lleva al otro concepto: que no solo tenemos el derecho sino el deber de opinar.
Este es un tema dramáticamente actual en nuestras democracias: ese ciudadano que vive los asuntos públicos desde la platea, contemplando en el escenario una comedia del poder, que en ocasiones le hace reír, a veces llorar, en otras indignarse con el personaje perverso o enamorarse del simpático. No se siente parte del drama que observa. No asume que él es protagonista, que es él quien elige los actores principales y, como consecuencia, el libreto. Simplemente aplaude de a ratos, o silba enojado…
Normalmente, expresa una “desilusión”. Estoy fatigado de hablar con “desilusionados” que a la pregunta de cuál fue la “ilusión” anterior que se les frustró, farfullan respuestas confusas. Como si ellos no hubieran votado. Como si la amargura que sienten les hubiera caído del cielo en un rayo sorpresivo de una noche de tormenta. No asumen que su “desencanto” es la previsible consecuencia de un “encantamiento” anterior. Y ahí está el tema: en política el “encanto”, la novelería, son senderos peligrosos.
Terminan endosándole a la democracia responsabilidades que no tiene. El sistema nos asegura instituciones y libertades, no un buen gobierno. Eso no depende de él sino del voto ciudadano. He ahí la cuestión, dijera el shakespeariano Príncipe de Dinamarca.
Estamos, por eso, en un serio tema de ciudadanía. Por supuesto, esto se asocia al debilitamiento de partidos que eran –y son– las ruedas de trasmisión entre ciudadano y Estado. Los redentores se saltean los partidos, dialogan directamente con el pueblo, usan y abusan de los medios de comunicación y vituperan a “los políticos”, como si todos fueran lo mismo, como si sus ideas y su conducta fueran iguales, como si pertenecieran a un grupo monolítico. Difícilmente haya alguno perfecto. Se trata de elegir el que ofrezca más seguridad.
Y ahí nos topamos con el otro gran tema. Si nos van a operar, aspiramos a que lo haga un cirujano con experiencia y no el recién recibido. Si vamos a comprar nuestra casa, queremos un escribano de trayectoria, confiable. Y bien: en política, para manejar un Estado más complejo que nunca y las relaciones con una sociedad que vive el frenesí de una revolución tecnológica, nos “encanta” el que no sabe nada, el que recién llega, el que no está contaminado… ¿Hay algo más insensato?
Se dirá que la mayoría tiene desgastes o fracasos. Puede ser, pero la política es opciones relativas. Ninguno ha de ser todo bueno o todo malo. Pero habrá alguno que pueda mirarse con más tranquilidad.
Hace muchos años, recuerdo haber acompañado, como periodista, a Günter Grass, el célebre autor de El tambor de hojalata, en una campaña electoral. Iba al encuentro de jóvenes en las universidades, tratando de ayudar al Partido Socialdemócrata desde sus márgenes. Y él contaba que escribía toda la mañana, corregía de tarde, y luego de noche se reunía con amigos con los que no siempre estaba de acuerdo. Cuando releía al día siguiente lo escrito, normalmente tiraba la mitad por no estar conforme. Y entonces les decía: “Muchachos, si no puedo estar ciento por ciento de acuerdo con los amigos que aprecio, ni con lo que yo mismo escribí, ¿cómo ustedes pueden imaginar que estarán totalmente de acuerdo con un partido político? El tema es pensar quién es el que más nos asegura ciertos valores, en nuestro caso son la paz y la libertad, por las que tanto sufrimos en Alemania. No van a estar de acuerdo en todo, y sí les digo más, preocúpense cuando estén ciento por ciento con un partido o un candidato; se trata del mejor balance…”.
La mayor parte del esfuerzo didáctico que es la política hoy está en reclamarle compromiso al ciudadano, llamarlo a su responsabilidad personal y hacerle entender que no se trata de alcanzar la inasible perfección sino lo mejor de lo posible.
La democracia no es épica, es artesanal.ß