Gran Hermano: Marcos, el jugador que no podía ganar
El autor, que integra el panel de analistas del reality, analiza los motivos que definieron al vencedor y las razones del sorprendente éxito que tuvo el programa
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Un joven de clase media/media alta de Salta, que estudia abogacía y es muy católico, tanto que se persigna antes de comer; que no porta reivindicaciones de ningún tipo: ni sexual ni racial ni social ni política; que habla poco y evita las discusiones y las peleas aún al riesgo de estar solo buena parte del tiempo, pensando no se sabe bien en qué, seguramente en su familia, a la que es muy apegado. Que para Navidad recibe el saludo grabado de su papá, que lo encomienda a Dios, a la Virgen y a Jesús en lugar de hablarle de Papá Noel y los paquetes de regalos.
No parece el perfil más adecuado para ganar el premio mayor de Gran Hermano en estos tiempos nuestro país. Y sin embargo, sí: Marcos Ginocchio resistió los primeros duros embates de sus compañeros de juego en la casa más famosa del país y, poco a poco, se fue consolidando como uno de los favoritos del público.
Podrá pensarse que su pinta de modelo de Armani le allanó el camino; que con otro porte no habría llegado muy lejos y se habría convertido rápidamente en un jugador anodino, sin atractivos ni seguidores. Puede ser. Pero, también es posible que la gente haya premiado los valores que Marcos representaba en su juego: la creencia en Dios, Jesús y la Virgen; el respeto; la tolerancia; la preferencia por el acuerdo al conflicto, y la empatía y la conciliación al cálculo y la manipulación.
¿Será que estamos cansados de tanta grieta y tanta pelea? ¿Será que el lenguaje hegemónico de los medios, en especial de la TV, ya no nos expresa con ese énfasis excesivo en tantos estereotipos y tanta falsa moral? ¿Será que la gente se siente más identificada con un participante que no oculta sus creencias religiosas que en otros que parecen no tener otro norte que la fama, los canjes y el dinero fácil de los influencers?
La otra gran pregunta, menos profunda pero más actual, es una sola: ¿qué vamos a hacer ahora que terminó Gran Hermano con picos de más de 30 puntos? ¿De qué vamos a hablar no solo en las redes sociales sino también en la familia, el trabajo, el colegio, el club y el café? Porque este programa hizo magia. En primer lugar, revivió a la televisión abierta y le dio un contenido único, muy entretenido, a muchos programas, tanto en la tele como en otras plataformas.
En segundo lugar, nos permitió pensar sobre problemas que vivimos todos los días, actuados por personas comunes dentro de una casa transparente, a la vista de todos, en la que no podían encontrar nunca una zona de confort porque Gran Hermano se las ingeniaba para introducirles nuevos desafíos, nuevos estímulos.
Así, reflexionamos a lo largo de más de cinco meses sobre el desprecio y el acoso por cuestiones de sexo, edad y peso; la misoginia; los estereotipos y la falsa moral; las dificultades que tienen los pobres para aspirar a una vida digna; las creencias religiosas y la dificultad de practicarlas sin inhibiciones; la tensión entre la competencia y la cooperación, propia de este juego a largo plazo, y la astucia y la manipulación, entre otros.
También la política se coló en Gran Hermano. No podía ser de otra manera en un país donde se habla mucho de política, en todos lados. Gracias a una ex diputada nacional, supimos cómo se llega, muchas veces, a uno de los cargos claves de la República ya que el Congreso de la Nación hace las leyes y controla al Poder Ejecutivo. En su caso, admitió que, si bien no estaba preparada, fue puesta a dedo en la lista de candidatos por su marido, que era un poderoso intendente de uno de los municipios más poblados del Gran Buenos Aires.
Es que Gran Hermano es un juego, pero también un reality, el más real de todos porque no puede ser editado ni guionado. Está a la vista de todos; la realidad, agradecida, porque se puede mostrar sin tapujos. Y el televidente, también, porque se entretiene pensando.
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El autor es periodista, escritor y analista de Gran Hermano.