Gran Bretaña, ante un dilema crucial
Además del plan de emergencia por el virus, el Reino Unido precisa un plan de recuperación que apunte a reconstruir el tejido social
LONDRES
¿A qué mundo deseamos retornar cuando termine esta pesadilla? Mientras miles de personas mueren por el Covid-19, el aire de Londres hoy es respirable. En el cielo ya no se ven las huellas de incontables jets. La polución sonora se encuentra reducida a tal grado que durante todo el día se oyen pájaros. Las calles del barrio están más limpias.
El cerco que nos tiende esta peste es diferente pero es uno más. Estamos asediados desde hace mucho por males que hoy han sido momentáneamente detenidos por el coronavirus. Vivimos en medio de esos cercos, en gran parte ciegos y sordos, obstinadamente decididos a proteger una difusa libertad personal en nombre de un discutible progreso. Quizás pueda haber hoy, y ante la catástrofe provocada por este virus, algo parecido a un despertar. Por lo menos, en el orden conceptual.
El país al que se intenta volver aquí incluye el menosprecio salarial de quienes hoy nos salvan la vida: enfermeros, encargados de la limpieza hospitalaria, aquellos que recogen la basura que producimos, los que nos conducen en el transporte público. A estos hombres y mujeres se les debe mucho más que un aplauso los jueves a la noche. Se les debe un reconocimiento económico con la misma urgencia con la que se implementaron nuevas normas de comportamiento en respuesta a la pandemia. Es absurdo que por distanciamiento social se entienda solo el que ha impuesto el Covid-19. No pagar un salario digno y mejorar las condiciones laborales de quienes arriesgan su vida para salvar la nuestra es una forma del distanciamiento social. También lo es el consumo desenfrenado, con todo lo que su vórtice implica: movilidad frenética, polución, desaparición de ámbitos de producción locales, explotación de quienes trabajan lejos de aquí en condiciones cercanas a la esclavitud para que en el Reino Unido podamos vestirnos y comer bajo la presunción de que hacerlo es barato.
Mientras hoy estamos separados de los demás no podemos separarnos de nosotros mismos. El tiempo y la soledad que supuestamente habíamos doblegado se nos cayeron encima. La incipiente crisis de ansiedad que se contagia a la velocidad del virus evidencia un vacío de contenidos y recursos personales en muchos de nosotros. Este contraste con la abundancia de productos y recursos tecnológicos refleja la desolación en la que vivimos. El Estado no va a resolver este vacío. Por suerte. Es con introspección que eventualmente aprenderemos a sobrellevar el peso de lo íntimo como carga ineludible. Pero es conveniente preguntarse si en la introspección también vamos a encontrar recursos que contribuyan a una interacción social más fructífera, para lograr así un Estado mejor.
Quizás esta crisis impredecible nos sirva para comprender que, una vez definido el plan de emergencia, habrá que definir el plan de recuperación, que no puede ser solo económico. No nos vamos a comprar la salida de esta crisis existencial. El dilema que enfrenta el Reino Unido es cómo persuadir al corpus político de la irracionalidad de sus decisiones. Se está intentando salvar a los mismos sectores que habría que regular y de los que en algunos casos se puede prescindir. Sectores que son inclusive autodestructivos, ya que ignoran la gravedad de la crisis ambiental, generan división y marginan al prójimo desde su soberbia meritocrática. El Estado tiene pocas opciones y aun menos oportunidades. Debe elegir mirando a los ojos a quienes necesitan un futuro. Hay millones de olvidados que han sido distanciados socialmente y condenados a la miseria que también siembra el progreso.
Ya no vivimos en una sociedad con un Estado y un mercado sino en un mercado que ha hecho del Estado un instrumento espectral empeñado en justificar su existencia. Como consecuencia, la sociedad británica se muestra como un tejido cada vez más precario. Estamos cada vez más deshumanizados por aquello que supuestamente debería acercarnos a la igualdad. El mercado al que esencialmente se privilegia nos tiene cercados hace ya mucho tiempo. En respuesta a la crisis financiera de 2008, se privatizaron las ganancias y se socializaron las deudas. Todo indica que hacia allí vamos, una vez más. Así, perpetuaremos el tipo de globalización que, por sobre todo, exporta e importa miseria, desigualdad y polarización.
El altruismo excepcional de mucha gente demuestra que, pese a todo, aún hay sociedad pero no un Estado que la privilegie. Cuando en una nación que se dice próspera el personal médico muere por falta de equipamiento de protección adecuado, hay que preguntarse para qué sirve la riqueza y qué se entiende por prosperidad. ¿Los enfermeros, después de la peste, van a seguir siendo marginados salariales? ¿A quién beneficiará el aire contaminado de la ciudad cuando la normalidad vuelva a reinar? La política de austeridad que se implantó a partir de 2010 dejó las puertas abiertas al virus y expuso una vez más la desigualdad estructural inherente a la supremacía del mercado. En el Reino Unido, el número de muertos por el Covid-19, en sectores con escasos recursos, es desproporcionadamente alto. Quienes están más abajo, ya distanciados socialmente, son la quinta columna. Desde la precariedad, deben combatir lo que incluso desde la riqueza es difícil doblegar. Un cambio de actitud cívica puede articular una respuesta a esta tendencia. Porque, al contrario de lo que pretende el gobierno, no estamos todos juntos en esto. Hace ya mucho.
Al margen de lo personal, habrá que preguntarse quiénes somos como sociedad. Y si a través de lo que entendemos por democracia podremos ser agentes del cambio. Esta posibilidad está comprometida en el Reino Unido. En respuesta a evidentes apremios, se les han entregado las llaves del portón de la cordura a narcisistas que en nombre de lo supuestamente popular promueven el enriquecimiento de pocos y la desestabilización de muchos. Este proceso ya está en curso hace tiempo. Con el Brexit ha entrado en una etapa impredecible, peligrosa y de duración incierta. En una democracia que se dice representativa no solo se debe reclamar un cambio de actitud por parte del gobierno. Algo indica que la miopía es compartida entre votantes y votados.
El gobierno cuenta, supuestamente, con alguna de la gente más brillante de este país. Pero la arrogancia y la torpeza de sus respuestas ante esta crisis invitan a pensar que existe un casting inadecuado y una sobrevaluación de la inteligencia académica y la retórica a expensas del pragmatismo y la equidad social. Desde la educación y el reposicionamiento de las Humanidades -que nada tienen que ver con esa inteligencia académica y esa retórica- se puede contribuir a pensar y así a encontrar posibles opciones y soluciones para aquello que rebaja el sentido de nuestra existencia. El Estado-mercado, con su sacralización de las finanzas y su explícita devaluación de la educación, se dedica a potenciar la gravedad de lo que nos sucede. La capacidad crítica ha sido relegada y la tecnocracia ha sido elevada. Hoy no se piensa, se calcula.
Para salir del cerco, el gobierno tomará decisiones basadas en evidencia científica. Pero esa evidencia no pertenece a una ciencia unánime e inequívoca, como esta crisis lo ha demostrado. Esas decisiones estarán primordialmente sustentadas por una moral política particular que no proviene de la investigación y la racionalidad. Esa moral insiste en calificar como un éxito a este escándalo en la salud pública que ya ocasionó más de 40.000 muertos. ¿Qué cabe entender entonces por fracaso? La prensa que expone sin atenuantes lo que sucede y pregunta es acusada de mentir. La crítica es descalificada: se la considera antipatriótica.
Cuando el Covid-19 sea doblegado, estos pájaros, este aire, este silencio -estos intrusos, en suma- volverán a ser doblegados. Así, el Reino Unido se encaminará hacia el Brexit mientras el clima reflejará, una vez más, nuestra irracionalidad. ¿Se seguirá insistiendo que estamos todos juntos en esto?