¿Golpe en Estados Unidos?
Por Juan Gabriel Tokatlian Para LA NACION
Sin signos de interrogación y como nota central del número de abril, la revista estadounidense Harpers convocó a cuatro expertos en materia militar para intercambiar opiniones en torno del título American Coup d’Etat: Military Thinkers Discuss the Unthinkable (“Golpe de Estado en Estados Unidos: Analistas discuten lo impensable”). Por otra parte, a mediados de mes ocurrió un hecho inusual: seis generales retirados – que según David Ignatius, del Washington Post, expresan el punto de vista de 75% de los altos oficiales en ejercicio– pidieron la renuncia del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. El debate de los intelectuales y el pronunciamiento de los militares insinúan la aparición de un fenómeno que dejó de ser inverosímil para convertirse en una posibilidad. Si bien nadie afirma que haya un golpe de Estado en ciernes en Estados Unidos, es claro que sí se asiste a unos de los momentos más complejos y cruciales en las relaciones cívico-militares en ese país. O, puesto en otras palabras, la salud de la democracia estadounidense está en juego.
El descalabro en Irak es apenas el último acontecimiento que revela el delicado estado de esas relaciones: desde hace años se viene alterando el muy sensible equilibrio cívico-militar. Algunos historiadores de los asuntos castrenses, como Richard Kohn, señalan que el ascenso y poderío de los militares viene incrementándose desde mediados de los años sesenta y adquirió más visibilidad y mayor consolidación en los noventa. Otros especialistas, como Paul Cronke y Peter Feaver, han advertido que existe una “confianza incierta” entre civiles y militares. Esto implica la existencia de desavenencias que aún no han alcanzado un nivel de crisis, pero se corre el riesgo de que puedan ahondarse. Aún otros estudiosos, como Andrew Bacevich, afirman –en la mencionada nota de Harpers– que asistimos a un “gradual golpe de Estado” inspirado en buena medida por “civiles militaristas” y dogmáticos conservadores.
Sea en razón de una creciente autonomía corporativa de los militares frente a los civiles o en virtud de un impulso de algunos civiles a favor de un mayor rol militar en las cuestiones públicas, lo cierto es que desde el 11 de septiembre de 2001 nos hallamos ante una paulatina militarización de la política internacional estadounidense; fenómeno de imprevisibles consecuencias nacionales.
Los datos son significativos: en términos presupuestales, los gastos en defensa externa y seguridad interna (homeland security) de Estados Unidos son hoy equivalentes a la suma de los presupuestos militares de todos los países del mundo. En la tierra nadie posee más armas nucleares que EE.UU., ni hay otro país que haya adoptado como parte integral de su doctrina el ataque preventivo (incluido el uso de armamento nuclear contra Estados que no lo poseen). Paradójicamente, la enorme brecha militar entre Washington y el planeta no ha generado más seguridad y certezas, sino una extendida sensación de impotencia y vulnerabilidad, pues ahora las amenazas son, simultáneamente, estatales (potencias emergentes como China) y no estatales (grupos terroristas transnacionales), así como novedosas (ciberguerras y migraciones) y múltiples (desde la proliferación nuclear hasta la degradación ambiental). El apetito por los gastos en defensa aumenta; ya se detecta una carrera armamentista espacial, al tiempo que se reorienta el despliegue de nuevas bases en el exterior y se expande geográficamente la guerra contra el terrorismo.
En términos institucionales, el papel del Pentágono se ha elevado notablemente tanto en el terreno político externo como en el burocrático interno. Los comandos regionales (en particular, los que cubren nuestro hemisferio, el Pacífico, el Medio Oriente y Asia Central) se han transformado en auténticos procónsules territoriales. Mientras tanto, la influencia corporativa, a expensas del Departamento de Estado, ha crecido tanto que la legislación de 2006 permite que el Departamento de Defensa brinde ayuda militar directa a las fuerzas armadas de otro país y estacione grupos de tareas especiales en embajadas estadounidenses en “países inestables” para “desorganizar, capturar o matar” terroristas. Si a lo anterior agregamos la progresiva delegación de las funciones legislativa y judicial en el ejecutivo y de éste en el aparato militar y de seguridad del Estado, entonces la gravitación de las fuerzas armadas se torna más preocupante.
En términos militares, el Departamento de Defensa está encaminado hacia una política de preponderancia incuestionable y no parece admitir readecuación alguna. El plan vigente se conoce como 1-4-2-1: asegurar la defensa de Estados Unidos, combatir en cuatro regiones diferentes, someter a dos agresores en esas regiones y vencer a uno de ellos a través de la ocupación territorial y la sustitución del régimen imperante.
Ni la experiencia en Afganistán, ni la de Irak han llevado a modificar ese proyecto ambicioso. La Revisión Cuadrienal de Defensa y la Estrategia Nacional de Seguridad de febrero y marzo de 2006, respectivamente, sólo refuerzan una visión de primacía en la que el instrumento militar desplaza al recurso diplomático y el unilateralismo relega al multilateralismo.
Sin embargo, este afán de proyección militar global no encuentra eco interno en términos de reclutamiento: en 2005 se debieron bajar los estándares de incorporación, ya que uno de cada seis reclutas admitidos por el ejército no cumplía los requisitos habituales de ingreso pues tenían bajos niveles de instrucción y antecedentes criminales de diversa índole (consumo de drogas, delitos menores, etcétera.)
En términos ideológicos, las fuerzas armadas, de tradición conservadora y vertical como en el resto de países, se han identificado con el partido republicano en Estados Unidos. Varios expertos han mostrado con encuestas, datos electorales y análisis comparados, que los militares se han transformado en un grupo político-partidista cada vez más dinámico e influyente. En ese marco, la llegada al poder de George W. Bush, que simbolizó la disposición de llevar a la práctica una estrategia de primacía, permitió un despliegue más asertivo de las fuerzas armadas en los asuntos externos y de defensa, así como un vínculo más estrecho entre civiles conservadores militantes (particularmente del sur y cubriendo un abanico de grupos evangelistas, intereses petroleros, sectores reaccionarios) y militares republicanos activos.
Esto último permitió que durante el primer mandato de Bush existiera un grupo de funcionarios civiles y militares excepcionalmente uniforme en sus perspectivas interna y externa. Lo que reforzó la determinación del gobierno para instaurar una política de preponderancia en los asuntos mundiales. Cabe subrayar que, desde 2001 hasta 2005, esta política fue fuertemente apoyada por la opinión pública; sólo ahora comienza el relativo cuestionamiento de algunos de sus componentes.
En este contexto, el manejo de la invasión y posterior ocupación de Irak se ha constituido en el catalizador de una insatisfacción castrense que apunta en cuarto direcciones: primero, como expresión de rechazo a la política de Rumsfeld de reformar radicalmente la organización funcional y la cultura institucional de las fuerzas armadas; segundo, como demostración de fastidio ante una gestión que ha develado una continua ideologización y manipulación del uso de la fuerza sin tomar en cuenta los informes fácticos y la mesura técnica de los servicios de inteligencia (civiles y militares); tercero, como testimonio de descontento frente a la obsesión de Rumsfeld por mantener intacto (en número de efectivos, tácticas, etcétera) el plan de combate en Irak que está llevando a que la guerra se pierda no sólo en Bagdad, sino en Estados Unidos; y cuarto, como mecanismo preventivo para no cargar con la responsabilidad de un eventual segundo Vietnam.
Así, entonces, el pronunciamiento de los militares pidiendo la salida de Rumsfeld es un hecho inquietante. No se trata de una asonada ni una revuelta, pero sí constituye un campanazo a la democracia estadounidense. La vehemente expresión pública de cuatro ex generales del ejército y dos ex generales de los Marines es un acontecimiento que corrobora la innegable presencia de los militares en el debate público, su abierta capacidad de presión y su visible malestar con el manejo político de los asuntos castrenses.
Sus palabras no tienen como único destinatario al secretario de Defensa, implican una crítica frontal y desusada al presidente, en momentos en que el país está en guerra (contra el terrorismo, en Irak y en Afganistán). Cualquiera que sea la evolución de este caso y el futuro inmediato de la deplorable administración Bush, el debilitamiento del poder civil en Estados Unidos es notorio y perturbador. Y esto no es bueno para ellos ni para el mundo.