Gobernar es explicar, no confrontar
La sociedad encaró un profundo debate sobre sí misma, con una dosis de esperanza, pero también de incertidumbre
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¿Cómo era la Argentina en la que se apagaba 2023 y despuntaba 2024? ¿Cuáles eran sus dilemas? ¿Cómo era el clima social? Cuando los historiadores del futuro se hagan estas preguntas se encontrarán, seguramente, con respuestas complejas y contradictorias. Se asomarán a una época en la que la sociedad ha encarado, como pocas veces, un debate sobre sí misma, sobre su relación con el Estado y sobre las normas que moldean una mentalidad ciudadana. Se acercarán a un tiempo en el que una holgada mayoría ha decidido dar un volantazo con una dosis de esperanza, pero también de incertidumbre. Se encontrarán con una mezcla de audacia y de temor; de hartazgo por un fracaso de décadas, pero también de dudas frente a lo desconocido. Percibirán una disposición al cambio, incluso de raíz, pero también registrarán vacilaciones frente a los inevitables costos de esa transformación y a las dificultades que supone, en muchos casos, la súbita adaptación a nuevas reglas de juego. Verán resistencias de aquellos que defienden privilegios y ventajas, o de los que, con cinismo, se declaran “republicanos” por conveniencia. Pero también percibirán la preocupación de muchos que defienden sus trabajos o que se aferran, con un instinto esencialmente humano, a un modo de hacer las cosas que les resulta conocido y les inspira más seguridad. Y de otros que, simplemente, tienen ideas diferentes sobre las formas de encarar el cambio.
La Argentina de estos días parece atravesada por sentimientos encontrados. Salir del intrincado laberinto del populismo no es un proceso sencillo ni lineal. Implica un cambio de mentalidad y una revisión de rasgos culturales que se han fraguado en una lógica corporativa que gobernó durante décadas. Nada de esto se logra por decreto. Exige, por el contrario, un liderazgo que sea didáctico y comprensivo, que sepa convencer y transmitir confianza en una hoja de ruta. Cualquier paciente lo sabe: tan importante como un tratamiento adecuado es la contención del médico, la persuasión y el acompañamiento en procesos en los que, inexorablemente, convivirán los progresos con las recaídas, los alivios con los dolores y el coraje con la sensación de vértigo. En términos políticos, el desafío remite a la frase de Fernando Henrique Cardoso: “Gobernar es explicar”. De esa capacidad –quizá tanto como de la firmeza para avanzar– dependerá, en buena medida, la suerte de un proceso que tenga ambición transformadora.
Distinguir entre la defensa de privilegios y las preocupaciones genuinas tal vez sea uno de los retos fundamentales de la política actual. Hay dudas que son razonables: ¿todos los cambios deben ser al mismo tiempo?; ¿el shock es la única alternativa?; ¿las propuestas deben ser a todo o nada?; ¿la celeridad es enemiga de los procedimientos y las formas? Hay bibliotecas bien nutridas para fundamentar en uno u otro sentido. Está claro que la Argentina debe proponerse un cambio profundo, proporcional a la dimensión de una crisis que ha quebrado su economía y deteriorado toda su arquitectura social e institucional. Pero la profundidad y la firmeza para ejecutar el cambio no son lo mismo que la temeridad para atropellar. Calibrar esa diferencia es otra de las exigencias cruciales.
El debate sobre este proceso transformador debe aspirar a una calidad y una profundidad que haga juego con la dimensión del desafío. No todos los que plantean reparos son cínicos o corruptos. Esa es una idea tan reduccionista como la que plantea que la voluntad de avanzar con rapidez y firmeza implica un golpe a la democracia. Las vacilaciones y las dudas son rasgos inevitables en una sociedad que carga con un penoso historial de desencantos y frustraciones. Los temores no revelan necesariamente un “síndrome de Estocolmo” (lealtad del rehén al secuestrador), sino una reacción tan humana como comprensible frente al temor que suelen provocar los cambios. Otra vez: gobernar es explicar, no confrontar. Gobernar es comprender, no descalificar; es convencer, no imponer.
Es natural, y también es sano, que la sociedad mantenga vivo el músculo de la desconfianza y, por supuesto, el espíritu crítico. La última vez que llovieron decretos fue “para cuidarnos”, y después descubrimos que “el Estado te cuida” era la fachada del vacunatorio vip y de las fiestas clandestinas: el encierro y el sufrimiento no era “para todos y todas”. Pero en aquel momento, plantear dudas sonaba temerario. El que dudaba estaba “en contra de la vida”. ¿Hoy el que duda está en contra de la libertad?
La Argentina no solo debe recuperar el valor de la moneda y el sentido de la norma, sino también la confianza pública y la ejemplaridad. Todo eso exige un enorme esfuerzo de reconstrucción a través de la palabra: el diálogo, la comprensión, el tono del debate y los puentes de entendimiento son herramientas fundamentales para generar consenso alrededor de un proceso de transformación. La discusión pública merece un mayor espesor, una textura más consistente que la de los eslóganes y las excesivas simplificaciones.
Muchos temores, además, se alimentan de confusiones. Salir de una madeja de regulaciones y estatismo es un proceso que exige, entre otras cosas, certezas y claridad. Hoy todavía hay muchas cosas que están en zona de penumbras y generan más incertidumbre: ni siquiera tenemos claro qué papeles nos pueden exigir en un control vial o qué datos deben figurar en la receta que nos hace el médico. Por supuesto que esos procesos llevan un tiempo de ajustes e instrumentación, pero todo el esfuerzo debería ponerse en explicar, en graficar los beneficios de las medidas, en transmitir su propósito.
La Argentina parece tener hoy una gran oportunidad: la sociedad ha asumido el riesgo de un cambio de rumbo. Pero la gran mayoría no lo ha hecho envuelta en una bandera de fanatismo. Tampoco lo ha hecho con convicciones irreductibles ni dispuesta a pagar cualquier costo. Lo ha hecho al cabo de un proceso electoral que reflejó un mosaico heterogéneo, un mapa con rasgos de fragmentación y una atomización política que determina equilibrios frágiles e inestables. En ese paisaje le toca actuar al nuevo gobierno. Es un contexto que exige audacia, construcción de poder, determinación, firmeza y ambición en la voluntad de cambio. Todo está condicionado, además, por urgencias evidentes. Pero la situación también exige moderación, flexibilidad y vocación para proponer y aceptar un debate constructivo. Exacerbar las tensiones y las discordias también remite a una Argentina fracasada.
Pararse frente a las resistencias con una retórica hostil no solo sería contraproducente, porque alimentaría una espiral confrontativa, sino que además expresaría una limitación para comprender la complejidad de un proceso de cambio que no debe ser solo político, sino también social y cultural. Por supuesto que no se puede ser ingenuo ni condescendiente con grupos de presión ni con facciones políticas o sindicales que hacen del conflicto “su negocio” y que encubren bajo la bandera de “los derechos” la defensa de sus privilegios. Pero tampoco se puede ser indolente ni agresivo frente a sectores de la sociedad que tienen dudas, temores e incertidumbres legítimas, o que simplemente plantean ideas o matices diferentes que, lejos de ser un obstáculo, enriquecen el debate democrático. La mentalidad estatista ha generado confusiones y distorsiones, pero esa cultura no se desactiva de un plumazo ni con dialéctica beligerante, sino con liderazgos virtuosos, con honestidad intelectual, con debates de calidad y con aceptación de las diferencias. La libertad es, antes que nada, la discrepancia, el debate, los matices. Es todo lo contrario del discurso único y hegemónico.
Es natural, por ejemplo, que los jóvenes sean más permeables a un giro de esta naturaleza, no solo porque están formados en una cultura distinta, en la que dependen más del celular que del Estado, sino porque sienten que tienen más para ganar que para perder con un “reseteo” del sistema. Pero ¿eso convierte a sus padres en “enemigos” del cambio? ¿Se los debe considerar un obstáculo solo porque tienen más reparos o se aferran a un modo de hacer las cosas? Proponer el “ellos contra nosotros” es una trampa conocida. Una transformación profunda, que a la vez se proponga perdurar, merece algo más que la idea peligrosa de “el pueblo contra la casta” o “los argentinos de bien contra los que se oponen al cambio”.
Cambiar las reglas resulta imprescindible, pero a la vez es costoso, incómodo, difícil y doloroso. Romper con una cultura de estatismo e hiperregulaciones inspira cierta esperanza, pero también provoca incertidumbre. A veces la ciudadanía reacciona con coraje, pero a veces se siente a la intemperie. Comprender esas vacilaciones de una sociedad que ha sufrido una desilusión tras otra es parte del desafío político. La trampa del populismo, además, es haber alimentado la falsa ilusión de que “detrás de toda necesidad hay un derecho”, mientras exaltaba lo que “el Estado te da” y ocultaba lo que el Estado te quita. Esa impostura parece haber quedado en evidencia, pero revertirla exigirá, además de un esfuerzo monumental, un despliegue de mesura, comprensión y equilibrio que interprete la complejidad de las cosas. Los historiadores del futuro se encontrarán con una sociedad que hoy se pregunta: ¿esta vez el sacrificio valdrá la pena? Oscila entre creer y dudar. Y tiene derecho a hacerlo. Los hechos, pero también las palabras, serán los que den la respuesta.