Gobernados por la economía de la atención
Usted no está leyendo el diario. Una parte de su cerebro tal vez haya pasado de la frase anterior a esta, pero otra parte, al mismo tiempo, está en otro lado: chatea con alguien, hace café, levanta la vista para ver si el semáforo pasó a verde. Vivir en esta época es superponer -a cada momento- al menos dos tareas. Pero vivir en la Argentina es directamente empacharse. Caminamos y revisamos el estado de la vereda, protegemos el celular cuando se abre la puerta del colectivo, trabajamos mientras seguimos el precio del dólar y debatimos en los medios si -a la vez- estamos suficientemente alertas a los cuadernos. En un mundo que puede describirse como una lucha por ganar la atención de las personas, nuestro país exige más que otros.
Hace casi 50 años que el economista, politólogo y ganador del Nobel Herbert Simon formuló el término "economía de la atención". Su idea fue que en un contexto donde los contenidos que podemos ver, leer y escuchar son cada vez más abundantes, lo que escasea es la atención que podemos prestarles. Mucha oferta para insuficiente demanda. Del lado de la oferta, la información aparece por todos lados y de manera gratuita porque se abarató mucho el costo de la producción de contenidos y de su distribución a través de internet. Del lado de la demanda, en cambio, las horas del día son finitas y nuestro cerebro tiene una capacidad de atención limitada. Eso explica la presión que sentimos todos: las notificaciones nos interrumpen, superponemos tareas, estamos dispersos. Somos pocos -y poco hábiles- para atajar la avalancha.
La psicología aplicada y las neurociencias no encontraron por el momento evidencia de que nuestra capacidad de atención haya disminuido. En 2015, un reporte de Microsoft habló de una reducción de 12 a 8 segundos en el lapso que dedicamos a cada información nueva en la web. El dato fue muy difundido en los medios, pero era una cita de una cita que resultó no tener fundamentos sólidos. Por otra parte, es muy difícil medir la atención: depende del contexto, el interés, las habilidades y las características personales, entre otras variables. Los contenidos que recibimos son cada vez más cortos y digeribles -la industria de la publicidad los llama snacks-, pero eso habla más de la competencia entre los productores que de nosotros como consumidores. Después de todo, quienes apretamos como locos el botón de saltear la publicidad en menos de 2 segundos cuando miramos videos de YouTube somos capaces también de pasar horas mirando capítulos de Netflix, uno tras otro. En inglés existe incluso un término para eso -binge-watching, algo así como mirar en exceso- que en 2013 casi se convierte en la palabra del año para el diccionario de Oxford (perdió contra selfie).
Lo que sí está muy fundamentado en estudios científicos es nuestra inhabilidad para prestar atención a varias cosas en simultáneo. Por ejemplo, somos malísimos para hablar por teléfono mientras manejamos, incluso con el manos libres. Nuestro cerebro puede hacer una cosa por vez, y pasar de una tarea a la siguiente le lleva tiempo y energía. Nos deja extenuados. Funcionamos como un cuello de botella. La palabra multitasking se inventó en los 60 para hablar de una computadora de IBM, no de los humanos. Esta situación nos trae a todos -casi sin excepción- dos preocupaciones. Como emisores, buscamos que los demás escuchen lo que queremos decir, que nos concedan esa atención que sucede en el cerebro de forma escasa y discreta. Como consumidores, queremos un respiro: poder decidir qué información entra a nuestra vida, cuándo y dónde. Para ambos problemas hay algunos arreglos posibles.
Como emisores tenemos a mano algunas reglas de la comunicación, útiles para personas y organizaciones. La primera es poner foco en la audiencia y no en nosotros: quiénes son, qué les importa, por qué nos escucharían. Puede parecer obvio, pero, sin embargo, estamos inundados de newsletters donde las empresas nos hablan de sí mismas, o de secciones de "novedades" con noticias autorreferenciales. La segunda es estar donde nuestros destinatarios están. Ir a los lugares físicos o digitales que frecuentan y hacer fácil que ellos nos encuentren a nosotros: en Google, pero también en Facebook, donde se hacen millones de búsquedas por día, o pronto en Amazon, cuyo asistente Alexa lo vuelve otro buscador.
La tercera y más difícil es salir de los moldes: sorprender, crear cosas nuevas, no importa si es algo sencillo como empezar con una buena frase o algo más complejo como programar un bot conversacional que invente la buena frase. Como lectores, también tenemos estrategias a mano. Las interfaces que usamos para consumir contenidos están diseñadas para atraparnos. Eso se llama diseño de usabilidad y consiste en facilitar al extremo nuestro proceso de lectura -sin demandar clics, sin interponer botones- y darnos incentivos para que sigamos leyendo, como notificaciones, contenidos relacionados y recomendaciones.
En 2011, Tristan Harris, un empleado de Google, escribió un manifiesto interno titulado: "Un llamado a minimizar la distracción y respetar la atención del usuario", que se volvió viral. Google lo convirtió en su responsable de diseño ético, y él más tarde creó una ONG sobre estos temas. Su principal recomendación es apagar todas las notificaciones del teléfono para evitar que nos interrumpan. Eso no implica desconectarnos de lo que nos convoca. De hecho, una estrategia complementaria consiste en perdernos entre las publicaciones que nos interesan, pero en momentos acotados y gobernados por nosotros. El emprendedor Carlos Miceli, por ejemplo, contó en su blog que dedica 30 por ciento de su semana a navegar en redes sociales y blogs que le importan, y que lo que ahí encuentra fue, durante años, su arma secreta. De modo que si usted se sintió distraído mientras leía esta nota no es culpa suya, tampoco mía. Es que nos rige la economía de la atención: nuestro cerebro es limitado, la concentración sale cara, y en la Argentina de los cuadernos y el dólar sufrimos inflación también de novedades y estímulos.
Codirectora de Sociopúblico