Gertrude Stein, la mecenas que logró unir el arte y la vida
La leyenda dice que posó pacientemente unas noventa veces para el retrato. Que cada una de esas veces la señora rotunda de kilos y soberbia visitó el estudio del artista y se sentó en el mismo y desvencijado sillón, vestida con su traje de terciopelo marrón y su pañuelo blanco, ajustado con un broche de coral mientras él trabajaba sobre la tela sentado en un banquito. Que, sin embargo, la tarde en que él, Pablo, pintó su cabeza, ella no estaba ahí. Y que por eso vibra cierto desacoplamiento entre ese cuerpo de Buda enorme y mórbido y esa cabeza. Cuentan que los que vieron en 1906 la pintura ya terminada, la misma que se exhibe en el Metropolitan Museum de Nueva York, le decían a Picasso que ella, la mujer que estaba ahí, no se parecía a Gertrude Stein. "Ya se parecerá", sonreía el malagueño, con la pícara altivez de sus 24 años.
Gertrude había llegado a París dos años antes, siguiendo los pasos de su hermano Leo, un apasionado por el arte y los objetos, con el ojo puesto en descubrir talentos y poder vivir de esos descubrimientos. Comenzaron su espectacular colección de arte comprando seis cuadros: dos Gauguin, dos Cézanne y dos Renoir. París ya era el siglo XX, decía Gertrude, y la ciudad era "el lugar adecuado para aquellos de nosotros que íbamos a crear el arte y la literatura del siglo XX con naturalidad".
La robusta Gertrude y la mínima Alice B. Toklas se conocieron en París, un año después del retrato de Picasso. Eran dos expatriadas, ambas judías norteamericanas hijas de familias adineradas que eligieron vivir al otro lado del Atlántico. Gertrude se propuso hacer historia, y eligió el arte y la literatura como vehículo, luego de frustrados estudios de medicina y psicología. Alice fue una esposa solícita y adoratriz; la mejor secretaria, cocinera y amante durante cuarenta años, hasta la muerte de Gertrude.
Durante las célebres reuniones en las que el mundo cultural y artístico del París de entreguerras se juntaba en los salones de su casa del 27 de la Rue de Fleurus, mientras Gertrude debatía con pintores como Picasso, Braque, Modigliani o autores como Apollinaire, Hemingway y Fitzgerald, Alice entretenía a las mujeres de los hombres brillantes, en otra sala. Gertrude escribía; Alice pasaba a máquina los escritos. Gertrude caminaba siempre adelante; Alice la seguía cargando los bolsos y los paraguas de las dos. Alice cocinaba; Gertrude comía.
Como mecenas, promovió a artistas con la intensidad de su credo. En literatura, Gertrude experimentó tensando los límites del sentido. París y el francés fueron la cápsula que le permitió explorar el grano de la palabra, de la puntuación y la respiración de las frases. "En todos estos años me ha gustado estar rodeada de gente que no sabe inglés. Eso me ha dejado más intensamente a solas con mis ojos y mi inglés", escribió. Fue autora de poesía, ficción, ensayo, guiones obras de teatro y hasta literatura para chicos. Sus amigos llevaban sus libros a diferentes editores y el resultado era siempre el mismo: se resistían a publicarlos por la distancia que se adivinaba entre aquella moderna antropología de la palabra y el gusto de los lectores. "Rosa es una rosa es una rosa es una rosa", es su aforismo más célebre.
Su vida siempre despertó más interés que sus escritos. En una vuelta irónica de su vanguardismo, sus memorias se titulan Autobiografía de Alice B. Toklas (1933) y están escritas en primera persona, como si fuera Alice quien narra. Lo firma Gertrude Stein. En esas páginas intensas se lee la historia de Gertrude, que fue la de Alice, que fue la de las dos.
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