Gerardo Sofovich, un cabrón inolvidable
Para bien y para mal, el fallecido productor fue crucial e imprescindible para la televisión que supimos conseguir.
Si la TV argentina pudiese ser explicada con criterios religiosos, Gerardo Sofovich sería, sin duda, uno de sus principales dioses creadores.
Fue el gran "sismógrafo" de nuestra pequeña pantalla: le dio forma a su imagen y semejanza, adorador del rating creó personajes y frases de las que se apropió la calle y puso carne voluptuosa y picante en aquellas chicas que Divito había dibujado un par de décadas antes más candorosamente. Para bien y para mal, Gerardo Sofovich fue crucial e imprescindible para la televisión que supimos conseguir.
Talentoso, culto y fatuo, su autoridad siempre se desplegó temible delante y detrás de cámaras. Polemista infatigable, irónico y malhumorado, su capacidad de trabajo fue desbordante hasta en sus últimos tiempos.
Un "tanque" imbatible en el teatro, en el cine y, en particular, en la televisión, su lugar en el mundo. Un buscador permanente de éxitos populares que encontraba, con la misma facilidad que un sabueso descubre a su presa.
Como Botana, que marcó una era en el periodismo gráfico, Sofovich, con la misma inspiración y despotismo, fue el gran sastre (y desastre) de la TV local: para dar en el blanco del gusto popular alternó productos potables con otros más bochornosos. Creador de formatos de programas humorísticos y de entretenimientos, su gigantesca influencia sigue estando presente en la TV de hoy.
Argentino y porteño hasta la médula tuvo ese don perverso que tanto caracteriza al ser nacional: muy inspirado por momentos; más ruin y mediocre, en otros. Malvado y paternalista, en una misma naturaleza.
Genial en su economía de recursos –corte de manzana, pulseadas, animalitos, secretarias, chivos, bowling, casilleros, ruletas, etc.–, entendió como nadie el circo televisivo. Fue su gran maestro de ceremonias y domador.
Hizo reír a generaciones enteras en base de repeticiones esperadas. Fue el "Geppetto" que dio vida y vuelo a tremendos capocomicos como Porcel, Olmedo, Altavista y tantos más, sus queridas marionetas a las que hacía andar con certeros y remanidos chispazos.
Como crítico de TV tuve continuos choques con él. Llegó a dedicarme muchos minutos de sus programas porque su vanidad no toleraba la más mínima observación. Sin conocernos establecimos a la distancia un diálogo lúdico y feroz, una suerte de sketch impensado que se establecía en dos tiempos: mis críticas ácidas y sus respuestas demoledoras.
Fue así por mucho tiempo.
La cosa pasó a mayores cuando en los 90 lo demandé, con otros seis periodistas amigos, por la violación del artículo 265 del Código Penal ("negociaciones incompatibles con la función pública"): el presidente Carlos Menem lo había nombrado interventor de ATC (la actual TV Pública), pero cometió el error de violar la ley al contratarse a sí mismo y poner en el aire programas propios. La Justicia que, a pesar de la Corte de la "mayoría automática", aún funcionaba, le dictó prisión preventiva en suspenso, un embargo por un millón y medio de pesos (igual a la misma cantidad de dólares, por entonces) y debió renunciar a su cargo. No tuvo la suerte que hoy tiene Amado Boudou, por más que una cámara superior luego terminó sobreseyéndolo. Eso sí: la noche de su forzada renuncia, su amigo el presidente Menem lo llevó a cenar a un restaurante más que adecuado para esa circunstancia: Fechoría.
Con el paso de los años me entró curiosidad por conocerlo y le pedí a Hugo Gambini, amigo en común, que le preguntara si le molestaba recibirme.
Lo fui a ver a sus oficinas de la calle Quintana, frente a La Biela. Me recibió frío (faltaba la música de El Padrino, que siempre le ponían cuando era jurado en ShowMatch), pero a los pocos minutos se ablandó. El gesto de que fuera hacia él conmovió su vanidad y justificó la firma de nuestro armisticio:
-Yo elijo a mis adversarios –me dijo como si me estuviese prendiendo una condecoración en el pecho.
Compartimos en otra oportunidad un café en el Museo Renault donde, ya más relajado, me contó algunas de sus legendarias peripecias. En algún momento pensé en escribir un libro sobre él, pero luego desistí porque me di cuenta que volveríamos a nuestras antiguas guerras. A cambio, recuerdo una cena en Edelweiss y una posterior recorrida, con sus valiosas observaciones, a unos teatros céntricos donde se estaban representando algunas de sus obras, un tour mágico que siempre recordaré.
Cuando todavía no había desistido de escribir su bio, lo fui a ver a su hermano Hugo con quien había hecho una dupla tremenda de guionistas en los 60, aunque después estuvieron años sin hablarse, hasta que volvieron a reconciliarse.
Hugo me contó cómo aquel hombre que terminó siendo un gigante por momentos desagradable de la tele, de pequeño había tenido el gesto supremo de amor de salvarlo de morir arrollado por un tranvía. Lo empujó a tiempo, pero en ese acto de heroísmo perdió una pierna. Cuánto lo signó este episodio para todo lo que sucedió después y cómo conformó su personalidad es difícil saberlo.
Chapoteó en todo tipo de barros y siempre se levantó. Le pegamos duro y nunca se le arrugó el traje. Sonrisa sobradora, pucho encendido, "el ruso" se las sabía todas.
Un cabrón inolvidable.
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