George Soros, filántropo accidental
Por John Rothchild The New York Times
NUEVA YORK.- Cuando Michael T. Kaufman dejó su puesto en The New York Times para dirigir una revista en Praga, pasó a engrosar la hueste (suman miles) financiada por George Soros para promover las "sociedades abiertas" en Europa Oriental. Lo fascinó ese multimillonario que prefería alternar con disidentes e idealistas a codearse con sus pares. Que distaba de ser un hombre que alentara la expresión de sentimientos por parte de sus beneficiarios pero, aun así, éstos lo llamaban muy sueltamente por su nombre de pila. Los bibliotecarios de Carnegie, ¿lo habrían llamado Andrew? Intrigado, Kaufman propuso escribir una biografía de este magnate singular, imprevisible, modesto, exasperante y cascarrabias, devenido últimamente en el Llanero Solitario de la filantropía.
Soros dio su consentimiento tras un diálogo revelador. "Le advertí que mi profesión me obligaría a hurgar en busca de secretos de familia vergonzosos-escribe Kaufman-. También le dije que, de niño, me habían enseñado que un hombre verdaderamente rico nunca podía ser verdaderamente bueno. Respondió que lo mismo le habían dicho a él y que mi posición era razonable."
Soros es el peor crítico de sí mismo. Admite no haber alcanzado algunas metas que persiguió con ahínco; dice ser un "filósofo fracasado" y su primer libro, La alquimia de las finanzas , le merece este juicio despectivo: "Probablemente, podría haberlo reducido a cinco oraciones". Se ha lucido en cosas a las que no aspiraba, como la inversión y la filantropía, pero resta importancia a sus dotes: "No sabía qué diablos estaba haciendo", confiesa refiriéndose a sus chapuceros inicios en la filantropía.
¿Hay alguna lección en todo esto? Atar nuestro ego a aquello para lo que no servimos nos libera para sobresalir, sin cohibirnos, en lo que mejor hacemos. Kaufman no se explaya en el tema de las inversiones. Esto nos ahorra el consabido capítulo sobre cómo nosotros también podríamos amasar mil millones de dólares vendiendo al descubierto libras esterlinas o ringgits. El método Soros es insondable: dispara al azar. No compró y retuvo como Warren Buffett, casado con sus acciones de Coca-Cola y su The Washington Post . Recorrió los mercados del mundo en su Quantum Fund y otros vehículos afines, apostando en favor y en contra de acciones y bonos y abalanzándose sobre monedas débiles. No atribuye sus triunfos especulativos al hecho de masticar cifras, sino a la filosofía. Aprendió de Karl Popper la "reflexividad", que podríamos definir en una frase: "La vida es imprevisible". Este concepto lo disuadió de aferrarse a causas perdidas sólo porque tenían sentido.
En Budapest, la astucia paterna salvó a su familia de los nazis y, luego, de los rusos. Primero se apellidaron Schwartz; después, Soros (sonaba menos judío); finalmente, con las esvásticas flameando y en plena caza de judíos, adoptaron identidades falsas y se hicieron pasar por inquilinos o empleados de amigos cristianos. A los catorce años, George abandonó el hogar y se convirtió en Sandor Kiss; representó ese papel por tres años sin que lo descubrieran. Cuando los rusos se adueñaron del poder, emigró a Londres. Sin embargo, le confía a Kaufman, prefería vivir como Kiss, una víctima potencial del Holocausto, a vivir como Soros en un país libre. Entre los británicos, se sintió miserable y alienado. Mucho más tarde, sin proponérselo, se vengaría con su formidable apuesta contra la libra esterlina.
Si bien Kaufman no extrae conclusiones, después de haber leído la parte dedicada a la infancia de Soros no sorprende que éste niegue todo sentimiento intenso de fidelidad a una nación o inversión determinada, a las inversiones en general, el capitalismo, el trabajo, sus relaciones (descriptas como "transaccionales") y hasta su gran pasión: filosofar. (Cierta vez dijo que era "una trampa para el ego".) No es ciento por ciento húngaro; sin duda tampoco es británico. Estudió en la London School of Economics, pero la economía no le interesaba. Al parecer, la única persona a la que quiso impresionar fue Popper: nunca lo consiguió. Más que abrazar la carrera de las finanzas, desembocó en ella por casualidad. Trabajó en una fábrica de bolsos y después en sucesivas firmas inversoras, primero en Londres, luego en Nueva York.
Impulsos caritativos
En 1956 emigró a Estados Unidos, pero nunca se consideró plenamente norteamericano. Para él, su verdadero trabajo era pulir un opúsculo filosófico que nunca salió del cajón de su escritorio. Pensaba hacerse de unos 500.000 dólares en Nueva York y retornar a la meditación abstracta, pero se quedó en Wall Street mientras sus operaciones bursátiles le daban ganancias y el dinero se acumulaba.
Los pasajes más interesantes del libro no se refieren a las ganancias de Soros, sino a sus donaciones. Para John D. Rockefeller, compartir la riqueza era un deber religioso; para Carnegie, una obligación social. Soros carecía de una tradición familiar que lo impeliera a pagar el diezmo o hacer buenas obras. Durante la mayor parte de su vida adulta evitó y aun menospreció los impulsos caritativos hasta que, de pronto, éstos lo dominaron y dejó el Quantum Fund para volcarse por entero a ellos. No es un donante pasivo e indiferente; es un entrometido. Si antes especulaba con divisas, ahora especula con causas. Hace apuestas impulsivas, cuantiosas y extravagantes; lanza golpes rápidos en las crisis globales; gana de mano a gobiernos y agencias asistenciales remolones.
Al colapsar la economía de Rusia, la ciencia rusa o al menos los científicos sobrevivieron gracias a las 35.000 becas de 500 dólares otorgadas por Soros a investigadores y académicos. Cuando aún no existía Internet, despachó mil copiadoras a Hungría para estimular la libertad de expresión. Durante el sitio de Sarajevo, él y Fred Cuny, el Indiana Jones de la ayuda en tiempos de guerra (ya fallecido), improvisaron un sistema de aguas corrientes al alcance de cualquier aficionado, que alivió, e incluso salvó, la vida de los sitiados: ya no tuvieron que ir a llenar sus baldes en los pozos públicos, atacados por francotiradores. Aunque financió la construcción de una universidad en Budapest, en general Soros ha evitado la filantropía arquitectónica. Prefiere poner dinero en los bolsillos de la gente y desconcertar al establishment local y extranjero.
En 1997, sacudió a Wall Street con su ensayo "La amenaza capitalista", publicado en The Atlantic Monthly . En ese escrito áspero, plagado de digresiones, mordió la mano invisible que lo alimentaba, desprestigió al libre mercado y pidió regulaciones (sin especificarlas), presumiblemente para que individuos como él no pudieran enriquecerse haciendo lo que él ya había hecho.
Soros no se esfuerza en absoluto por ganar popularidad, ni Kaufman lo intenta en su nombre. Su biografía, Soros: The Life and Times of a Messianic Billionaire (Alfred A. Knopf, 344 páginas), es el retrato implacable de un capitalista brillante, un provocador devoto y un filántropo casual. Lo dejamos convencidos de que, después de todo, un hombre puede ser verdaderamente rico y verdaderamente bueno.