Genio y misterio de los Gentileschi
Por Michael Kimmelman The New York Times
NUEVA YORK.- Fue una de esas figuras que se ponen como ejemplo cuando sale a discusión el lugar de la mujer en el arte. Fue una de las primeras que alcanzaron reconocimiento como pintoras en el siglo XVII. Fue la primera que pintó grandes obras históricas y religiosas. En estos tiempos de afirmación femenina, por esas curiosas coincidencias de la moda crítica y la cultura de masas, la fama de Artemisia Gentileschi ha eclipsado la de su padre, Orazio, también pintor. Es de esperar que la muestra de padre e hija que se expone en el Museo Metropolitano, además de atraer multitudes por la fama de ella, las induzca a mirar pacientemente las obras de él. Para muchos, serán una revelación.
Si bien no es un sujeto especialmente atractivo para los biógrafos (escribía poemas obscenos y alternaba con la hez de la sociedad romana), en sus mejores momentos Orazio fue un gran artista, casi de primer nivel, en el siglo de Caravaggio, Van Dyck, Rubens y Rembrandt. Es uno de esos casos curiosos de un hombre grosero capaz de crear el arte más dulce. Esta exposición, que cierra el 12 de mayo, cumple, pues, la función inestimable de mostrarlo a un público moderno.
Artemisia también fue una gran artista, cuando pintaba bien, y ésta no es una salvedad tardía. Judit dando muerte a Holofernes y otros cuadros suyos poseen una carga visceral inolvidable, algo que en nada se parece a lo que hacía Orazio. Artemisia emerge de esta nutrida muestra como una pintora más compleja de lo que indican sus biógrafos.
La exposición, montada por Keith Christiansen, del Museo Metropolitano, y Judith Mann, del Museo de Arte de St. Louis, presenta mucho de lo mejor que hicieron ambos y bastantes cuadros no tan espléndidos. Plantea los interrogantes pertinentes: qué enseñó Orazio a su hija, qué hizo Artemisia en forma independiente y qué pintó cada uno en varios casos discutidos, dejando a un lado sus biografías. Básicamente, la muestra es un ejercicio de connoisseurs que los tratan con respeto, como dos artistas que habrían querido ser recordados por sus obras, y no como símbolos o víctimas, pasto de novelistas modernos, teóricos culturales y psicólogos populares.
Comencemos por Orazio. Nació en Pisa en 1563, hijo de un orfebre florentino. Lo encontramos, ya adolescente, en Roma. Allí ocurrió el hecho decisivo: a los treinta y siete años vio cuadros de Caravaggio. De pronto, un hombre de mediana edad arrojó por la borda una carrera respetable para hacerse de nuevo al estilo de un pintor más joven. No podemos desechar su posible necesidad de no quedar rezagado frente a las presiones comerciales. Emulando el naturalismo de Caravaggio, empezó a utilizar modelos vivos. No fue un cambio fácil. En algunas pinturas tempranas, vemos a los modelos manteniendo poses incómodas mientras Orazio los cambia de sitio, cual inexperto director de escena. Poco a poco, en una década, desarrolla un estilo propio a partir de Caravaggio. El arte de éste implicaba escenarios despojados y claroscuros sombríos; el de Orazio, una luminosidad suave y novedosa.
Padre e hija
Roberto Longhi, un crítico italiano de comienzos del siglo XX, fascinado por Caravaggio, descubrió a Orazio a través de éste. Describió su obra como una combinación del naturalismo de Caravaggio con la luz serena y filtrada, y la paleta hábil, de un Vermeer. Su posición ambigua, entre dos generaciones -sigue a un pintor más joven que él, sin llegar a ser un artista barroco, como su hija-, parece haberle dado la libertad de espigar en el arte pretérito y presente.
Luego, declina. Su obra ulterior, cuando pintaba para los reyes, marcó el tono a Vouet, La Hyre y otros artistas franceses del siglo XVII, pero su calidad decayó. Sus últimas pinturas, hechas en Inglaterra, son un gusto adquirido. Allí murió, en 1639.
Cabe suponer que el aprendizaje de Artemisia incluyó copiar y calcar obras de su padre, ávido promotor de su carrera. Una de las primeras salas reúne y aparea obras del padre y de la hija, con fines comparativos, e incluye algunas de autoría disputada, empezando por Susana y los viejos , un cuadro de composición refinada y matices psicológicos, firmado por Artemisia en 1610. Tenía diecisiete años. En 1611, fue violada por Agostino Tassi, colaborador ocasional de su padre, que un año después llevó a jucio al violador. Ella salvó las apariencias casándose con un oscuro artista florentino. La controversia en torno a su autoría total o parcial de Susana originó una bibliografía vasta y apasionada.
Por cierto que ella nunca representó el papel de víctima. Cierta vez le escribió a un mecenas: "Encontrará el espíritu de César en esta alma de mujer". Profundamente consciente de que era una mujer en un mundo masculino, al parecer se propuso, por sobre todo, no ser percibida como artista femenina; en su época las había, y muchas. Pero, igual que su padre y otros exitosos artistas varones, también respondió a las exigencias del mercado. No sólo explotando ciertos temas, sino además pasando de un estilo a otro (florentino, romano, napolitano) conforme a los gustos del lugar donde trabajara. Con el tiempo, su producción fue cada vez más ecléctica y prosaica
Ni Artemisia ni Orazio merecen ser comparados cada uno con la destreza o el valor biográfico del otro. Tampoco se los debería comparar con Caravaggio y Van Dyck. Cada uno fue dueño de sí mismo. En última instancia, el logro más inteligente de la muestra es haber reunido a dos artistas emparentados para demostrar cuán diferentes son.
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)