Genio y figura de Pepe Bianco
El biográfico no es un género que tenga mucha incidencia en la literatura argentina. Uno de los pocos proyectos sistemáticos -con un ojo en el common reader, el lector común, según la definición de Samuel Johnson- fue la colección Genio y figura..., que dirigió en su origen José "Pepe" Bianco (1908-1986) para Eudeba, entre su abrupta salida de la revista Sur, en 1961, y la Noche de los Bastones Largos, en 1966, que significó para la editorial universitaria -y con ella, para Bianco- una interrupción más violenta.
Hannah Arendt sugirió que la biografía es un atajo para contar a través de una vida más de una época. Bianco nunca hubiera imaginado una para él, pero solo su papel durante más de veinte años como secretario de Redacción de la revista dirigida por Victoria Ocampo (que acabaría sonadamente tras su visita a Cuba como jurado del premio Casa de las Américas) lo convierten en un objeto ideal para esa clase de libros que tienen en esta latitud menos regularidad de la que deberían.
Hay dos soluciones parciales para esa carencia en el caso de Bianco, además de Las lecciones del maestro, un libro colectivo que lo homenajea. Por un lado, se puede recurrir a La pérdida del reino, la larga novela que Bianco publicó, cuando ya nadie la esperaba, en 1972. En una carta de 1967 a Mario Vargas Llosa, el escritor y traductor le cuenta que la está pasando de la primera persona a la tercera. Esa nota al pasar revela la carga personal de esa historia de un escritor frustrado que en el mismo movimiento frustra su vida. A Bianco seguramente le pesaba ser señalado como autor de dos escuetas y tempranas obras maestras, Las ratas y Sombras suele vestir, más citadas por entonces que leídas. En el epílogo al Epistolario de Bianco (que Eudeba publicó hace un par de años), Eduardo Paz Leston subraya la importancia que tuvo para La pérdida del reino el extenso período que su autor pasó en París en la posguerra, sobre todo su trato con el matrimonio formado por el poeta Octavio Paz y Elena Garro. Según Paz Leston, Bianco estaba enamorado de la escritora mexicana, a la que se puede reconocer en la segunda parte de la novela bajo el personaje de Laura.
La inspiración autobiográfica de La pérdida del reino -novela que mejora con el tiempo- ilustra de manera única más de una etapa argentina, sobre todo los años veinte y treinta del siglo pasado, con una sensibilidad -entre Proust y James- que sortea la obviedad política.
Donde se puede rastrear de manera directa una potencial biografía de Bianco según los parámetros de Arendt es justamente en el epistolario, que -a pesar, o gracias, a la modestia de Bianco- funciona como el corte longitudinal de medio siglo cultural local, pero también latinoamericano. Las misivas a sus amigas María Rosa Oliver y Silvina Ocampo, las más entusiastas a Vargas Llosa o Carlos Fuentes (al que persigue sin éxito durante años para que entregue un "Genio y figura de Alfonso Reyes" que nunca escribiría) son una fuente inagotable de información. Una carta a Germán Arciniegas describe con inesperada claridad, y mucho mejor que las cartas a Victoria Ocampo, el funcionamiento de Sur y el conflicto que precipitó su renuncia. Son los envíos a Garro, de todos modos, las que habilitan esas franquezas distraídas que valen más que cualquier mamotreto biográfico. En una de las últimas, fechada en junio de 1973, critica a su admiradísimo Borges por sus declaraciones en los diarios: "Dice pavada tras pavada que ni siquiera son graciosas [...] ¡Qué sarta de tonterías! Hablaba a favor de la esclavitud y repetía un chiste de Carlyle de que era muy bueno tener sirvientes vitalicios". También surgen esas reflexiones que parecen aplicables a cualquier instancia argentina, más allá del tiempo. Un ejemplo: "No te voy a decir, querida Elena, que el porvenir de este país sea deslumbrante, y mucho me temo que hagan burrada tras burradas desde el punto de vista cultural. Pero habrá que aguantarse". El Epistolario es, involuntariamente, y gracias a las muchas y precisas notas de la edición, su propio genio y figura.