Géneros fantásticos a la argentina: la conjura de los miedos
En cuentos y novelas recientes, una generación de narradores retrata el temor al caos social y a un otro diferente que inquietan el imaginario argentino
En un ensayo señero de la crítica nacional, David Viñas describía la escena inicial de la literatura argentina como la de una violación. Se trata, claro, de la metáfora de violencia política de "El matadero", de Esteban Echeverría. Escrito en la clandestinidad en 1838, el cuento denuncia el régimen rosista, incapaz de mantener el orden social, de contener la violencia de la clase trabajadora que domina el espacio según códigos que el unitario que se aventura a las orillas del matadero no comprende. Es un relato inaugural de la literatura argentina, que se sostiene por su intensidad narrativa. También es el ejemplo más patente de la literatura gótica en el Río del Plata, un cuento de terror. Ante la amenaza de violación de los matarifes, el cuerpo del joven unitario "negrea" de rabia, y finalmente revienta. Es una muerte sobrenatural: el terror de la violencia del otro, la posibilidad incluso de parecerse al otro, es lo que mata.
Si se sigue la lectura de Juan José Sebreli en su clásico Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, la misma asociación de temas y forma vuelve en "Casa tomada" de Julio Cortázar. La invasión silenciosa de una clase social que comienza a tener visibilidad con el peronismo acorrala a la clase media en sus propios espacios, aparece como un otro invisible que amenaza el orden cotidiano. La aparición esporádica de este tipo de relatos difícilmente construye una tradición, pero da una pauta de la efectividad imaginaria que el temor de clase de las capas medias de la sociedad argentina -el miedo al caos social o a la contaminación de un otro que no se quiere reconocer como un par- adquiere cuando es abordada desde los géneros fantásticos.
En los últimos años, géneros como el terror y la distopía crecieron exponencialmente entre los narradores nacidos en la década de 1970. En diversas entrevistas, Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973), una de las cultoras más decididas del terror en la narrativa actual, señaló la necesidad de "traducir" el género. Cada sociedad posee sus propios miedos, y los géneros que deben su efectividad al impacto emotivo y físico necesitan detectar el modo de interpelar esa sensibilidad particular. Las crisis políticas de las últimas décadas, 1989, 2001, y el crecimiento extremo de la pobreza, generaron una nueva sensibilidad política: la inminencia de la descomposición social, un fantasma siempre presente que encuentra algunas de sus representaciones más inquietantes en esta nueva narrativa.
A diferencia de la "catástrofe externa" del cine y la narrativa estadounidenses, protagonizada por invasores extraterrestres, terroristas o hecatombes climáticas, la distopía local toma la forma de un lento avance silencioso, sin un origen demasiado definido, que degrada irreversiblemente el orden social.
Uno de los ejemplos más patentes de este imaginario es la novela El año del desierto (Emecé), de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970). Publicada en 2006, es el relato que elabora de modo más original la eterna crisis argentina. Como una enfermedad aguda que afecta la geografía, la "intemperie" avanza desde el interior del país hacia Buenos Aires. Los edificios se "degradan": primero cambian su forma moderna y luego desaparecen, dejando en su lugar terrenos baldíos. El estallido social se desata ante un Estado incapaz de contenerlo. El derrotero de la protagonista, que huye de Buenos Aires para sobrevivir, se transforma así en un retroceso en la historia del país, desde el presente y a través de todos los conflictos políticos hacia su fundación. Si la neurosis argentina guarda entre sus terrores inconscientes la "involución" hacia la "barbarie", la novela de Mairal la narra de manera literal y la transforma en parodia. En sus últimas páginas la descomposición es total, y la protagonista se debate entre las clases sociales más bajas, que se transformaron en tribus indígenas; los ataques de grupos violentos comandados por caudillos regionales y el resabio de la alta burguesía, transformada en una horda caníbal encerrada en el único edificio de la ciudad que conservó su forma actual.
En un cruce de géneros notable entre el policial, la ciencia ficción y la comedia negra, la trilogía de novelas de Ricardo Romero (Paraná, 1976) compuesta por El síndrome de Rasputín, Los bailarines del fin del mundo y El spleen de los muertos (Aquilina)también debe mucho de su encanto a una Buenos Aires reducida a un escenario gótico y anárquico. La destrucción de la ciudad se debe a unos enigmáticos "bombardeos del bicentenario", de origen desconocido. Sitiados en edificios semiderruidos, los habitantes se dividen entre los afectados por el "fuego verde" que los mantiene en un estado de sopor semiinconsciente y los que continúan a duras penas con su cotidianidad, confiados en el patrullaje de unos helicópteros que sobrevuelan la ciudad como última ficción del control estatal. En ese escenario, la historia se centra en un trío de detectives que padecen de síndrome de Tourette y cuyas investigaciones los llevan a descubrir los planes el doctor Lawrence, un científico que intenta extraer la "chispa de la felicidad" de un grupo de bailarines encerrados en su discoteca subterránea, experimentos con los que intenta dominar la ciudad sembrando la melancolía.
La variación más reciente de esta "imaginación de la crisis" aparece en Un futuro radiante (Random House, 2016), primera novela de Pablo Plotkin (Buenos Aires, 1977). Aquí la decadencia surge de una serie de explosiones que comienzan en Villa Inflamable, en la zona de Dock Sud, y que desatan una infección tóxica que transmiten las palomas. Protagonizada por un ex asesor financiero que intenta sobrevivir en el nuevo contexto junto con su hermano, la novela se centra menos en la descripción de la debacle que en la reconstrucción del orden social. El nuevo poder, que reanuda el ejercicio de la violencia y la dominación política, está dividido entre un grupo de ambientalistas militarizados y otro de linyeras comandados por un líder mesiánico. El arma secreta que pergeñan entre ambos grupos es una potente droga, sintetizada a partir de los mismos desechos químicos que desataron la hecatombe.
Variantes del terror social
"Intemperie", "fuego verde", intoxicación. La distopía en su versión local no sólo apela a la amenaza del caos social, sino que también construye una metáfora de la enfermedad, el contagio, la contaminación. La crisis económica constante acarrea consigo también el miedo al desclasamiento. Pasar a formar parte de una "población de riesgo", o acercarse a ella, implica la exposición a la enfermedad, la inminencia del accidente que puede transformar la vida en tragedia. Si el terror como género explora los límites entre la vida y la muerte, los bordes sociales le aportan un espacio donde cierta estructura de seguridad se pierde y el riesgo no puede ser calculado.
En ese estado de intemperie se basa la potencia de un relato como la nouvelle Distancia de rescate (Random House, 2014), de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978). Amanda y su hija pasan sus vacaciones en una casa en el campo, donde conocen a Carla y a su hijo David. El extraño comportamiento del niño y el temor reticente de su madre pronto alarman a Amanda, que sospecha que algo extraño sucede y que la "distancia de rescate", el hilo imaginario con el que mide la seguridad de su hija, puede cortarse. Lo "siniestro" del relato se construye apelando al misticismo popular: una transmigración de almas realizada por la curandera del pueblo para "salvar" a los infectados por una intoxicación. Pero el verdadero peligro comienza por la intoxicación misma: "Estamos en un campo rodeado de sembrados. Cada dos por tres alguno cae, y si se salva igual queda raro. Los ves por la calle, cuando aprendés a reconocerlos te sorprende la cantidad que hay". El terror es realista y se asocia con un cambio del paisaje: el campo deja de ser naturaleza idílica para convertirse en un espacio minado por los agrotóxicos, a los que están expuestos las poblaciones locales. Schweblin detecta por primera vez ese temor disponible, y en su economía de recursos no necesita nombrar el glifosato; le basta con escribir "soja" para que el lector aporte sus miedos.
Desde sus primeras novelas, Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente, Mariana Enriquez trabajó con los márgenes sociales y geográficos. En esos relatos enmarcados en el realismo, los protagonistas eran los jóvenes de las décadas de 1980 y 1990, acorralados por la falta de perspectivas, el empobrecimiento, las drogas y la degradación de los lazos sociales en el paisaje gris del conurbano bonaerense. Su llegada al terror, más que la elección de un marco genérico, se puede leer como un modo de llevar al extremo esa búsqueda.
Ya en Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2011), pero con particular potencia en Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), Enriquez le da una vuelta de tuerca al género para poner el terror en el centro de la vida cotidiana y explotar sus climas y efectos con precisión narrativa. En "La hostería", por ejemplo, le basta el ruido de unos motores, las luces de una camioneta, gritos y golpes en una persiana para convocar al presente el terror de la represión estatal de la dictadura. En "El chico sucio", la joven narradora de clase media que vive en Constitución, un poco por osadía y otro tanto por esnobismo, recibe un golpe de realidad cuando, demasiado cerca suyo, se comete un crimen macabro que reúne el mundo del narcotráfico con los demonios de la santería. "Bajo el agua negra" es un cuento particularmente complejo en su lectura del modo en que la sociedad elige ignorar a quienes deja fuera de su estructura de contención. Una fiscal investiga un caso de violencia policial. En un barrio cercano al Riachuelo, la policía obligó a unos jóvenes a nadar en las aguas infectas. Desaparecieron. Pero la investigación la lleva a descubrir una realidad mucho más macabra. Las víctimas del maltrato policial vuelven del agua negra, pero transformados en otra cosa. Una suerte de tribu de mutantes, de rasgos anfibios y lenguaje extraño que remiten al univeso de Lovecraft. Con gran poder de síntesis, el cuento insinúa una lectura política en la que no sólo se denuncia la violencia represiva sino también la responsabilidad colectiva de un modo de vida abyecto, al mismo tiempo que, sin caer en una representación miserabilista del excluido, apela al terror que puede producir su posible contraataque como una amenaza monstruosa y colectiva.
En Las estrellas federales (Interzona, 2016), Juan Diego Incardona (Buenos Aires, 1971) también apela a la metáfora del mutante para pensar la resistencia del excluido. En Villa Celina, El campito y Rock barrial, sus anteriores libros, Incardona construyó una mitología del barrio, un espacio tramado por la melancolía de la infancia, la amistad, la épica del trabajador y la angustia del desocupado, la simbología peronista y las leyendas urbanas como "el hombre gato" y la culebrilla. En un lento avance desde el realismo del recuerdo hacia un fantástico que busca acentuar la dimensión mítica del espacio, Incardona creó un espacio narrativo singular en la localidad de La Matanza.
En Las estrellas federales, esa mitología parece ser llevada al extremo por la descomposición social de la década de 1990. Como metáfora de los trabajadores cesanteados, que deben reconvertirse para sobrevivir, aparece una suerte de Liga de la Justicia vernácula con características y superpoderes absurdos: El "Hombre Regenerativo", el "Enano Gigante", "El Mano", la "Mujer Lagartija". La catástrofe inminente toma una forma reiterada en esta zona de la literatura distópica argentina: una lluvia ácida proveniente del estallido de las fábricas abandonadas amenaza con destruir el barrio. Pronto lo que parece una novela de aventuras se transforma en un relato onírico y pesadillesco. El narrador y el grupo de seres míticos se desplazan al sudeste, hacia las elevaciones que aparecen más allá del primer cordón del conurbano: "Alrededor, el bosque no era otra cosa que un barrio, una localidad embalsamada, donde antes, ahora o después, fuimos, somos o seremos, felices. Y cuando ya no quede nada, cuando el bosque sea llano o desierto, nuestros restos continuarán brillando, fosforescentes, los días y las noches de nuestra vecindad, proyectándose en forma de luz mala hacia la oscuridad de la provincia -quizá demos miedo, quizá ilusión-, como pasa con los huesos tirados en el campo cuando alguien los mira a la distancia".
Las estrellas federales parece entonces un relato en el que la épica ya no tiene lugar, el mito que aglutina al barrio sólo puede ser añorado en el pasado o desplazarse a un lugar fuera del tiempo. Un páramo a la intemperie, habitado por monstruos.